Bukowski y la vida
Santiago Gamboa
Qué extraña es, en ocasiones, la vida de los escritores, y qué extraños los modos en que se manifiesta esa rarísima perla que es el talento literario. Por estos días he recordado a Charles Bukowski, ese hombre marginal y alcohólico que escribió una de las obras más desgarradas de fines del siglo XX. Viendo un documental de John Dullaghan sobre su vida supe que su madre era alemana y que él nació en Alemania, llegando a Los Angeles a los cuatro años. Ahí empieza su curiosa aventura vital, pues a pesar de ser hijo único su padre siempre lo trató como a un animal, cuando uno odia a los animales. Golpes, humillaciones, castigos permanentes, gritos. Su padre descargaba su frustración laboral y sus temores dándole palizas al hijo.
Aparte de una personalidad huidiza e inestable, las consecuencias de este maltrato marcaron al pobre Henry Charles Bukowski, apodado Hank, desde adolescente, pues, según un psicólogo, fue ese sentimiento de inferioridad tan poderoso el que le generó un tremendo acné que, literalmente, destruyó su cara, escondiendo sus rasgos detrás de horribles erupciones, cráteres y gigantescas bubas. El propio Bukowski evoca una imagen de su adolescencia en un sueño recurrente: “Estoy a la entrada de una fiesta universitaria. Los jóvenes de mi edad se divierten, bailan y seducen. Antes de entrar me cubro toda la cara con papel higiénico, pero los granos empiezan a sangrar manchando el papel. Entonces me voy a un rincón oscuro y desde ahí observo la fiesta. Bebo en la oscuridad y soy feliz”. Beber, beber. Bukowski fue un alcohólico bastante atroz pues sus borracheras eran de vino, una bebida que provoca guayabos y malestares físicos terribles.
Beber y beber solo, en la oscuridad. A veces acostado en la cama, en los cuchitriles repletos de polvo en los que vivió la mayor parte de su vida. Y luego la escritura de poemas, algo que le generaba una intensa felicidad, tal vez la idea de que podía inventar un mundo sólo suyo, lejos del asqueroso mundo real que lo había herido. Le gustaba sentarse en el ángulo lejano del bar, en la penumbra, donde, según dijo, “la vida puede ser algo hermoso”, y pasar allí todo el día, bebiendo, antes de ir a su trabajo en el Correo de Estados Unidos.
Un día el editor aficionado, John Martin, publicó un libro suyo de poemas en la ahora mítica Black Sparrow Press, y poco a poco llegó al éxito. Martin le había dicho que si dejaba su trabajo del correo para dedicarse a escribir le daría 100 dólares mensuales por el resto de la vida. Bukowski aceptó y antes de cumplirse el primer mes de pacto llegó a la casa de Martin con el manuscrito de una novela, Post Office. ¿Por qué escribiste esto tan rápido, Hank? preguntó Martin, y Bukowski respondió: por miedo.
Con el éxito tardío (tenía más de 45 años) llegaron las mujeres, centenares de mujeres que se metieron en su cama y le hicieron vivir el sexo en forma desaforada. Bukowski había conocido el sexo a los 24 años con una mujer nada atractiva encontrada en un bar, y ahora venía el desquite. Celebridades como Sean Penn y Madonna, recién casados, iban a su casa a oírle poemas e historias; el cantante Bono le dedicó una canción en un concierto en Los Angeles y escritores de todo el mundo lo halagaron. Él continuó en su ciudad, Los Angeles, escribiendo por las noches, bebiendo y yendo al hipódromo. “¿Quién diablos irá a salvarme?”, se pregunta en uno de sus poemas, y responde: “Tendrás que salvarte tú solo”. Fue lo que hizo Bukowski. Se consideraba un monstruo pero, como dijo su esposa Linda Lee, “lo tranquilizó mucho saber que al ser escritor de él emanaba un bien, algo que era un bien para los demás”.
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