Un autor
Andrés Barba llegó en jeans, venía de España, 38 años, pero a lo más muestra 30, cabellera abundante y desordenada, calza unos tenis viejos y sucios. No hubo ninguna presentación, ni una palabra acerca de él, como si todo el auditorio conociera al muchacho, que carga con un título en filosofía y otro en filología hispánica, y que ha publicado siete novelas. Con la primera de 1998 – una novela corta de ochenta páginas – ganó el Premio Sender, con la segunda – La hermana de Katia – fue finalista del Premio Herralde. Con Versiones de Teresa ganó el Premio Torrente Ballester. Con su ensayo, La ceremonia del porno, ganó en el 2007 el Premio Anagrama de ensayo. Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al alemán, al servio al holandés, al italiano. Creo que en el auditorio nadie lo conocía. Fue mejor así, porque no llegó precedido de nada, simplemente se sentó y comenzó a hablar.
El tema: los talleres literarios. Seis momentos de trabajo que utiliza como pretexto para despacharse a hablar de la novela durante tres horas. Ha leído todas las novelas del mundo y ha digerido aquello de un modo afirmativo y sosegado. La tarea del taller – comienza - es educar para pensar narrativamente. Se necesita ampliar la inteligencia narrativa para que la escritura convoque inteligentemente a los lectores. Y algo de esa inteligencia consiste en la capacidad para escenificar, es decir, para inventar lugares y tiempo donde los personajes interactúan de manera comprometedora para el lector. Barba filosofa en voz alta, porque “el pensamiento se hace en la boca”.
La moral del relato. Un tema que como filósofo no puede eludir y como escritor le resulta perceptivamente contradictorio. De una parte acepta que las novelas cumplen un papel moral frente al lector, puesto que tienen que ver con su vida;pero, de otra, frente a la “suspensión moral” que Kundera se ve necesitado de introducir para marcar la diferencia – que a la novela conviene - entre la vida y la escena, dice Barba, aún bajo el efecto de la suspensión, la novela resultará moral, anulando así el medio de defensa a favor de Rushdie, que puso en escena un personaje que soñó un guionista que a su vez soñó el guión de una mala película en la que moralmente se ofende a un dios.
“Lo extraño no es que nos odien, lo extraño es que nos quieran”. Teníamos que llegar al mal en la novela, y más precisamente a la trivialización del mal, por el cual se lo despoja, o se lo desvictimiza de los efectos del juicio moral. Habla por Hanna Arendt y vuelve a reconocerse presa de esa ambigüedad en la que siempre terminamos instalados cuando nos movemos en la escena levantada entre los fronterizos dominios, de lo que por necesidad de referencia llamamos la realidad, y la ficción.
Y naturalmente el cine que cambió en la novela el modo de narrar. Pero se encanta recordándole al auditorio que hay escenas de novela que jamás el cine podrá mostrar. La prueba de la insuficiencia audiovisual frente a la novela es la voz en off. Hay un intangible narrativo no escenificable en el cine, y entonces Barba nos lleva a Proust: imágenes poderosas de una intuitiva inteligencia reflexiva que pone a los personajes en un constante ejercicio de imaginación-evocación, por el cual el presente se hace comprensible en la medida de un pensamiento no visualmente escenificable en el dominio de la palabra
Y termina con la “ceremonia del porno”. Un relativo incalificable, una ambigüedad moral y corporal, una trampa para moralistas, una bomba para el inmoralismo. En un artículo de Teresa Tejeda, sobre el ensayo de Barba y Montes, ella recupera el sentido contradictorio del porno y de sus formas de pensarlo. Termina preguntándose si hay algo más porno que el porno, que analizar el porno, puesto que no existe una mirada más perversa y obscena que la del crítico.
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