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Alberto Rodríguez

García

García

Una película que se torció, cambió su rumbo, renunció al bajo perfil de una historia anodina, por un perfil de cartelera. Como si una historia anodina, no pudiera ser más intensa y profunda que el cliché de una mala novela negra. Es la opera prima del director José Luis Rugeles.

Hay una elaboración confiada en la construcción de los personajes. Un celador de una empresa y su mujer, aburrida, triste, silenciosa, inexpresiva. Él está completamente definido y realzado con esa austeridad casi simplista con que Damián Alcazar dota a sus personajes, sin quitarles credibilidad. El acento opaco de los personajes ilumina el carácter anodino del relato, la trivialidad, la pobre rutina, el sentido ahorrativo, la belleza de esa fealdad sin diversión que define la lentitud aburrida de unas vidas dedicadas a sobrevivir.

Hacia la mitad, la película parece naufragar en un mar de cotidianidad no tensionada por nada, sin contraparte. Una historia deliberadamente plana, que da cuenta de la vida plana, de tantos García, a los que la vida les ha quitado peso, los ha hecho leves, inmensamente leves. Él en su inocencia podría llegar a ser feliz si ella lo quisiera, a pesar de sí mismo. Ella definitivamente no. Nada de él la entusiasma.

La vida de los dos personajes, a los que la vida les pasa, sin que les pase nada, sin gestos, sin diferencia, sin conflictos que le den aire al film, se está ahogando, sin un giro que debilite o acentúe le tono gris. Para que al final, los grises personajes terminen conmoviendo sin renunciar a su condición, sin empinarse por gracia del efecto, sobre una historia que gana validez siendo fiel al gris original.

Pero el guionista (el argentino Diego Vivanco) posiblemente a instancias del director o del productor, se le ocurrió en la segunda parte, un secuestro increíble de la mujer de García, protagonizada por Margarita Rosa de Francisco. Un secuestro caricaturesco, ficticio desde luego, urdido por ella y el jefe de personal de la empresa donde trabaja García, con quien ella le pone los cuernos. El personaje se desdobla, adquiere sin saberse cómo, otro carácter, se hace gratuitamente afirmativa, ruda, violenta, irascible, mandona. Una especie de Hyde, que ha salido del “cadáver” de la dulce y apagada ama de casa.

Pero darle más melodramatismo al film, que se ha salido de cauce, se agrega al falso secuestro el adulterio, y porque la cosa ocurre en Colombia, entonces lo que se le propone a García, a cambio de que le devuelvan a la mujer, es que mate a una señora que él no conoce. García hace el intento pero no puede, por más amor que le tiene a su  mujer, es más fuerte su respeto por la vida o su cobardía. La víctima, por arte coincidente del guionista, es la mujer del jefe de personal, de la que los amantes se quieren deshacer.

Pasamos de una gris historia de una gris pareja del estrato dos, a una danza criminal de profesionales en el sexo y el crimen. Y no es que en la realidad no pueda ocurrir, podría ocurrir. Pero ese no es el problema de la verosimilitud. Es que en el contexto de la historia que se propuso, no podría ocurrir, sin que los personajes se falsifiquen, salten sus destinos, se salgan de sus vidas, como recurso para conseguir un chapucero efecto de tensión.

Hay que reconocer que en el culebrón hay una dosis de humor que introduce el personaje del celador, compañero de García. Un loco paranoico con la seguridad, que aprovecha el secuestro para jugar a ser el héroe. Un celador con delirio de agente secreto. Sin embargo la ridiculización de la situación con el personaje, no logra remover la artificialidad que le introdujo el punto de giro al film, después de lo cual el desarrollo dramático llega ser un lugar común, que evita que una buena historia gris, termine siendo buena, sin dejar de ser gris.

El crimen como lugar común, revela en García la falta de trabajo y de talento del guionista. Un crimen estético.

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