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Alberto Rodríguez

El discreto encanto de la corrupción

El discreto encanto de la corrupción

 El señor Jeffrey Epstein era millonario, amigo de los presidentes, de los senadores, de Madona y Lady Gaga. En su libreta aparecen miembros de la casa real británica. Comenzó su carrera como corredor de bolsa y terminó por convertirse en asesor financiero de algunos ricos, incluyendo la monarquía saudí. Tenía aviones privados, islas privadas en el Caribe e ingreso a los clubes donde va Donald Trump. Su afición, no tan privada como hubiera deseado, eran las niñas. Por centenas se cuentan las demandantes y las posibles demandantes. Epstein: un depredador con instinto de gourmet que se hacía llevar desde New York y Miami, o California, carne fresca en vuelos chárter atestados de adolescentes blancas, que servían de plato fuerte o de postre, según se lo mire, en sus fiestas, que envidiaría Silvio Berlusconi. Andrés Pastrana, alguna vez viajó en un avión de Jeffrey, ahora dice, que sí, pero que fue a Cuba, para hablar con Fidel Castro.

 La señora Maxwell, primero fue la mejor amiga de Jeffrey, según Vanity Fair, era la heredera del imperio caído de medios, de los Maxwell, luego fue su pareja, durante un poco más de dos años. Tras la separación se convirtió en su operadora principal. Fue ella la que condujo, como regalo al Príncipe Andrés de parte de Jeffrey, una adolescente norteamericana, hoy demandante. La casa real se ha apresurado a negar. Maxwell, la reclutadora, era quien más se lucraba de él. Los gustos de él, su apetito, su necesidad de un menú rico y nutritivo, eran tan ostentosos como costosos. Ella siempre se arriesgó para proveerlo con lo que necesitaba. Ahora se ha quedado sin negocio y en el centro de un tortuoso escenario donde todas las luces apuntan.

 Jeffrey, después de una investigación abierta en el 2008 y en 2010, cuando fue detenido por primera vez, fue capturado hace casi un mes. Tenían con qué joderlo. Demasiadas niñas, demasiados rastros, como si jamás se hubieran percatado del riesgo que suponían sus aficiones. Lejos del beneplácito social que debería haber causado la captura de un depredador sexual, y la consecuente reivindicación legal de las víctimas, lo que más importó, lo único, a muchos, fue la libreta de Jeffrey.

 Dos días después de su detención en una celda de alta seguridad, monitoreada, en las condiciones óptimas de seguridad, el lugar más apropiado para el rico gourmet, el Centro correccional metropolitano de Manhattan, Jeffrey se suicidó. Lo encontraron inconsciente y con heridas. Murió al llegar al hospital.  

 Dos días antes de morir, Jeffrey Epstein firmó un “testamento sin beneficiario”, de sus casi 600 millones de dólares de patrimonio. Tenía 66 años.

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