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Alberto Rodríguez

Los ancianos malos del rock

Los ancianos malos del rock

Nunca fui fanático de los Rolling Stones, los escuché sin que su música me hubiera conmovido. Cuando aparecieron, yo tenía catorce años. Nunca fueron memorables para mí. Sin embargo recuerdo todavía, Little Quennie, un sincretismo de rock and roll, jazz, twist, blue, rag time, que hizo bailar a la gente hasta enloquecer. Era 1962.

Anoche estuvieron en Bogotá, en vez de los “chicos malos del rock”, los “ancianos malos del rock”, con la energía de otros tiempos, electricidad y sonido clásico, rapto, de verdad rapto, para agitar las multitudes. Siguen siendo negocio, el mito todavía se sacude.

En un programa de opinión de las diez de la noche, la entrevistadora que no se separó del guión de entrevista, nos pone frente a dos invitados, que van a explicar por qué las mujeres prefieren a los “chicos malos”, a propósito de los Stones, que en media hora van a presentarse en el Campín. La presentadora se pregunta, cómo fue que el gusto de las mujeres pasó del príncipe azul al chico malo. Nadie pregunta cuáles mujeres. Se da por sentado que las chicas nacidas en la era de los Stones, -después del 62- alguna vez tuvieron un príncipe azul. Ni siquiera tuvieron un príncipe verde. Ya no les correspondía.

En 1962 también apareció A Clockwork Orange (La naranja mecánica) una novela de Anthony Burgess, que consagró a los “chicos malos”. Ellos mataron a patadas a los príncipes azules de las mujeres de la era de los Stones. (Stanley Kubrick la rodó en 1971). Y desde entonces son un patrón del imaginario femenino. Su época les vendió un chico para alimentar el imaginario, su época violenta les proporcionó una representación. 

En 1962 también apareció La feria de las tinieblas, de Ray Bradbury, que trata de otros chicos bien malos. Y más, aparece la muerte de Artemio Cruz, donde los chicos malos están en el pasado, en el presente y en el futuro. Chicos sin modales, sin buenas maneras, dolorosamente bárbaros.

La sexóloga y el comentarista invitados no se ahorraron en explicaciones. La entrevistadora, una chica bastante anticuada, seguía preguntando por los príncipes azules, como si todo lo que habían explicado sus invitados no fuera suficiente para ella, cuyo imaginario todavía estaría en Disneyworld.

Los chicos malos encontraron sus espacios en la novela, el cine, la publicidad, el espectáculo, las canciones. El chico alternativo que se sale de la norma. Rudo, sucio, canalla, mal hablado, que ha conseguido que esa mezcla de oscuras virtudes, se convierta en el punto de atracción. Porque los chicos buenos son aburridos, nadie se aburre con un chico malo, porque los chicos buenos miden los riesgos, porque los chicos malos no saben medir, porque los unos prefieren la mermelada y los otros la adrenalina.

Los “ancianos malos” del rock estuvieron por primera y última vez a Bogotá, en un día de tormenta, ventisca y cortes de energía. Aun así el sonido clásico reverberó poderoso en los cielos de la ciudad y se posó sobre las cincuenta mil personas que pudieron entrar. La boleta más barata valía 180.000.    

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