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Alberto Rodríguez

El incierto oficio de la corrección

El incierto oficio de la corrección

 

¿Qué significa corregir un texto creativo?

Hay muchas respuestas, aunque cualquiera que sea, un hecho es claro, nada excita más la corrección que la publicación. Qué tan bueno que los escritores siempre escribieran como si fueran a publicar. Entonces comienzan a sentir que los adjetivos sobran, desarrollan un sentido para las disonancias, advierten todos los adverbios terminados en mente, agudizan el olfato para los lugares comunes, controlan la extensión de la frase, perciben el ruido como una catástrofe, cuidan la unidad de párrafo. En la medida que corrigen, es decir que se releen con fines prácticos, parecen ser cada vez más dueños de su texto, se apropian más del sentido. Así se cumple que los estímulos acicatean la vanidad, pero también que al publicar se exponen públicamente. Esa particular sensación entre la vanidad y la crítica, empuja a los escritores y a los editores a corregir sin medida. Tal vez por eso sea verdad, que se publica, para no seguir corrigiendo más.     

La corrección tiene escalas, o mejor, tiene magnitudes, cuyo impacto es diferente. La más básica de las correcciones, es la de puntuación, la corrección diacrítica, que bien hecha, es capaz de mejorar la rítmica del texto. La corrección sintáctica, es una corrección de orden, que bien hecha, contribuye a modular el lugar de las palabras, a ordenar con eficacia el periodo. La corrección de ruido, es cirugía radical, eliminación de todo lo que le sobra a un texto, antes de ser un buen texto; bien hecha, dota al texto de economía significativa. La corrección argumental, es la más invasiva de todas, es una corrección en la que los límites de la reescritura entre el corrector y el escritor, se confunden.

El corrector es alguien voluntariamente aceptado, o alguien que ni siquiera se conoce. En ambos casos hay una autoridad de por medio, en la que igual, puede o no confiarse. Pero aceptarla como tal, es tanto, una puerta que se abre al autoritarismo, como una que se abre a la complicidad. En ese difuso margen en el que, una y otra coexisten, se entablan las profundas y complejas relaciones entre el autor y el corrector, que no es otro que su mejor lector, tan solo comparable, como lector, con el traductor.

Desde hacía varios años circulaba el rumor de que los cuentos de Raymond Carver no los escribía él. Tratándose de quien ha llegado a ser un modelo de la literatura compacta y limpia, tachada de realismo sucio, el rumor no podía ser más que grave. Alessandro Baricco, a la manera de los cronistas, se dio a la tarea de investigar qué había de cierto en el asunto.  Fue a la biblioteca de Bloomington, a la cual Gordon Lish - el editor de Carver - había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones.

Baricco se encerró durante semanas en una sala de trabajo y revisó, uno por uno, cada folio del archivo Carver. Comenzó con De qué hablamos cuando hablamos de amor, e hizo cuentas. Descubrió que en un solo libro, el trabajo había ocurrido más o menos así: Carver entrego 180 cuartillas mecanografeadas a Lish, él las sometió a una corrección completa, se metió en cada uno de los intersticios y párrafos de los trece cuentos, eliminó a la mitad la extensión de los textos y le cambió el final a diez de trece cuentos del libro.

Carver era alcóholico. Lish, un editor de carrera que en Genesis West, una revista de los años sesenta, había publicado autores como Jack Kerouac, Allan Ginsberg y Neal Cassidy. Lish publicó por primera vez a Carver, fue el editor en jefe de la revista Squire, donde publicó a Don De Lillo y Barry Hannah. Carver no hizo nada, dejó que el editor le metiera la mano, y sus libros fueron saliendo, como resultado de un acto admitido de cooperación, sin el cual Carver no habría llegado a ser lo que fue.

Carver no habría sido Carver sin Lich, y Lich no habría sido lo que llegó a ser, sin Carver. Porque quizás, la literatura no tenga que ser un acto tan abrumadoramente solitario, y necesite de más de uno para sortear los rigores  públicos y privados de la escritura. 

 

1 comentario

Arturo Obandp -

Me gustó el texto, puesto que aclaró mis onterrogantes sobre el papel de uno mismo como corrector de sus propios textos, y el de un corrector externo. Al final el texto es obra de quienes lo han intervenido, razón por la cual a veces uno ua no se identifca con lo que ha escrito.