¡¡Es que yo por mi equipo me hago es matar!!
¿A qué creen que iban las gentes común y corrientes, las masas romanas de desfavorecidos, al coliseo romano? A ver morir cristianos. A ver matar gente. Cristianos que eran devorados por leones africanos o atravesados por gladiadores que los remataban con tridentes afilados. Iban por sangre, porque la sangre atrae. Porque la sangre llama.
El circo moderno son los estadios. La mayoría agreste de muchachos urbanos - a los que toda la vida se los llamó hinchas – no los conmueve el fútbol, entre muchas otras cosas que no los conmueve. No van al estadio por el espectáculo mismo, por los goles, por la maestría deportiva, van porque se han hecho esbirros de un equipo.
El “debate” de babas sobre el problema de los hinchas volvió a desatarse a propósito de la muerte de dos del Nacional, y el padre de uno de Santa Fe, la semana pasada, con los que se elevó a once el número de mártires de los equipos de futbol. ¿Cuántos de ellos murieron en su ley?
El equipo es una moderna representación, competitiva y fuerte, de lo que siempre ha significado el espíritu de secta, de clan, de horda, el círculo, la hermandad. No tiene para los hinchas sentido tener espíritu olímpico. ¿Cómo lo habría de tener después de que la mafia se apoderó de los equipos de futbol? Lo que tiene sentido es pertenecer a un equipo. No importa que apruebe o desapruebe los desafueros criminales de sus adherentes. Ellos encuentran el motivo de fuerza colectiva que les da pertenecer al equipo, en el motivo de poder enfrentarse a otro, para expresar sentimientos ofensivos que albergan contra su sociedad, sus maestros, sus instituciones, sus familias. En la confrontación entre clanes se abre un espacio para hacerse sentir, para hacer sentir que al fin hacen algo, aunque sea matar. Sobrecogedora forma de hacerlo, pero lo hacen por su amor al equipo. Un amor visceralmente enfermo que revela la enfermedad social que prodiga toda clase de “relaciones peligrosas”.
¡¡Es que yo por mi equipo me hago es matar!! La expresión es literal. Les enseñamos es que había que hacerse matar por la mamá si la injuriaban, por mi diosito lindo que me hago matar, es lo que decíamos; por el partido liberal, por el trapo rojo me hago matar, por la “Mechita”, por el “el santafecito lindo”. Y antes había sido por la iglesia, primero muerto que pagano.
Aun en el caso absurdo de que la fórmula para evitar la violencia provocada por los esbirros de los equipos de fútbol, fuera eliminar los equipos y por lo tanto el futbol, el problema de la violencia de los hinchas no se desterraría. Los muchachos de una sociedad sin fútbol, ya encontrarían mucho más rápido que lo que la sociedad adulta cree, un referente de grupo que les dejara escapar materialmente sus instintos adversos a la cultura. Los mismos que llevaron al falangismo español a proclamar en la Universidad de Salamanca, la consigna de ¡viva la muerte!
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