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Alberto Rodríguez

Las mentiras de los poetas

Las mentiras de los poetas

Eduardo Escobar

Una amiga me llamó la atención sobre una nota de Héctor Abad, titulada, ’Cómo come un poeta’. Al principio pensé que se refería a los modales de los bardos en la mesa, que suelen ser deplorables y me dije que no valía la pena leer sobre cosas consabidas. Pero luego reflexioné: después de las agotadoras elecciones venezolanas con final ambiguo pero esperado; de la interminable componenda de La Habana que a veces huele a trampa vieja de predador de camuflaje, y de las gayas traiciones del insidioso Roy Barreras y en fin, de tantas y tan pequeñas cosas que dijo el poeta antioqueño con fama de inope (y a punto de abrirse la feria del libro) un poco de literatura caía de perlas.
 
La nota de Abad no trataba sobre etiquetas sin embargo. Sino de las dificultades de los escritores para levantar la comida. O el condumio, como dicen los refinados.
 
Para empezar, Héctor suelta un fragmento de su autobiografía reciente, habla de congresos de autores donde estuvo, de las relaciones que mantiene con algunos conspicuos representantes de las letras contemporáneas. Y deja saber, ojo, no quiere parecer quejetas, que vive bien de sus libros, aun de los no escritos, y que ahorra para la vejez, que no está lejos. El hecho es que su nota me trajo a la memoria una anécdota que narró Gonzalo Arango en su obra El oso y el colibrí, el perfil del poeta ruso Eugenio Evtushenko que realizó durante su primera visita a Colombia en tiempos del deshielo de la guerra fría, cuando le sirvió de cicerone por pueblos de Antioquia olorosos a boñigas y begonias, por oscuros caños de loros del Amazonas y por Cali y Medellín.
 
Pues bien, en uno de esos hoteles que corrieron el oso ruso y el colibrí andino, este le recomendó a Evtushenko, que llenaba la forma de ingreso en la recepción, que omitiera en el renglón, oficio, lo de poeta, "para que nos suban los equipajes". Y el ruso, siempre trágico, que no tenía por qué entender la ironía o la entendió de sobra, abriendo los grandes ojos azules de niño que siempre llevaba puestos preguntó: y cómo viven los poetas en Colombia. Y Gonzalo repuso, tajante: vivimos de la poesía, pero comemos mierda.
 
Evtushenko puso cara funeral. Y dijo que eso era grave para un país. Que en Rusia el poeta era como un dios, que cuando hablaba un poeta callaban hasta las campanas de San Basilio. Etc. La retórica del partido.
 
Los poetas son así. Los dos se mentían. Ante el mostrador de la recepción de aquel hotel.
 
Gonzalo mentía venialmente. Si bien casi todos los poetas de su generación andaban a la topa tolondra, sumidos en una crisis interminable, con los bolsillos rotos, de un modo muy adecuado en unos que se proclamaban los más grandes e infelices de los poetas malditos, hasta donde sé la dieta de Gonzalo no era siempre tan melancólica y blanda. Y al menos mientras se amó con Rosa Girasol, consumíamos en su casa como unos reyes en uso de sus facultades, extendidos en sendas hamacas, óptimos chilis en platos de porcelana y elaborados blodimeris en vasos largos con el apio reglamentario. Y durante la convivencia con la inglesa Angelita, gozamos aquellas sopas de verduras con mollejas de pollo en vajilla del Carmen del Viboral que sabían a gloria de todos modos según nos queríamos, y que a veces rematábamos con brandy francés.
 
La mentira de Evtushenko era peor. Bien sabía el autor de Baby Yar que en las cárceles rusas aún estaban frescos los grafitis de miles de poetas que habían sido obligados a sorber las sopas podridas de los bolcheviques. Porque no los inspiraban las cosechadoras ni el divino entusiasmo ante el último plan quinquenal. Pero era un mimado de la nomenclatura. Y su papel en esa gira por Occidente era mostrar una cara mansa de la revolución rumbo al colapso. Ya ascendía, discreto, el libertador Gorbachov, del brazo de su esposa, experta en Shakespeare.

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