Ley de deshonores al nadaismo
Los únicos que recuerdan el nadaísmo son los nadaistas. El nadaísmo fue un escándalo necesario, un bochinche que se le metió al país de 1958. Dejó muy poca poesía, porque lo que más les interesaba a los nadaistas, no era escribir. Dejó un reguero de babas malditas, diatribas poéticas, cuentas por pagar y hasta un manifiesto. La última vez que supe de él, fue porque me invitaron a los cincuenta años de la proclamación del primer manifiesto en 1958. Una retahíla metafísica y libertaria, doctrinal, liberal, que decía textualmente en un fragmento: “La misión es ésta: no dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante será examinado y revisado”.
Monseñor Uribe, cuando fue a candidato a la presidencia la primera vez, utilizó un poema malo de Gonzalo Arango, como consigna: “Una mano/más una mano/no son dos manos…” y seguía un kilómetros de manos, una extensa manipulación que bien se avenía al carácter de la propuesta política de Monseñor.
Arango fue el Papa del nadaísmo, el mejor bufón de la corte poética, un muchacho paisa, de Andes, que fumaba Pielroja mientras leía a Rimbaud. Flaquito, tímido, de poco comer, insomne, que un día iluminado por el rayo del demonio de la poesía, se fue de la casa, como un culebrero, a encantar con la palabra. Su viuda Angelita dice, que el nadaísmo murió en 1976, en Tocancipá, el día que Gonzalo se mató como Camus.
En septiembre de 1996 se expidió una llamada “ley de honores” – la 359 – por la cual “se exalta la vida y la obra de Gonzalo Arango”. Claro que se trataba de un formalismo aprobado por la acción de algunos chiflamicas legislativos, que regularmente promueven leyes de honor, para las que no hay ni habrá disposición presupuestal. Ley de honores para el emérito cuerpo de bomberos de Sandoná, para la liga antituberculosa colombiana, para la casa del artesano en el Socorro, y para Gonzalo Arango.
Más bajo no pudo llegar su nombre en la historia. Que una ley del Congreso, ese del 96, lo exalte a uno cuando se ha muerto, es como para volverse a morir. Un Congreso de bandidos consagrando a un nadaista. El viejo Elmo Valencia fue capaz de decir en una carta que mandó al Espectador (domingo cinco de diciembre) que ”…los poetas nadaistas nos sentimos orgullosos de que el máximo cuerpo legislativo del país le rindiera un cálido homenaje…”.
Los únicos que creyeron que la ley aprobada en el Congreso -que estipulaba una asignación de recursos para actividades culturales y educativas - era un honor, fueron los nadaistas, los cuatro que quedan vivos. En realidad fue un deshonor a un tipo como Gonzalo, que no se lo merecía, aunque hubiera trabajado en Nueva Frontera. Los sobrevivientes lo que han debido hacer es, demandar al Congreso, por daño en cosa ajena.
Así que catorce años después de expedida la 339 del 96, los únicos que todavía se acuerdan que fue expedida son los nadaistas. Y como nunca les entregaron los recursos, fueron a demandar a la nación, por no haber pagado el “honor” declarado. La juez del juzgado séptimo administrativo de Bogotá, rechazó por improcedente la acción de cumplimiento, que deja en firme, que la ley no compromete recursos, que es un honor, y nada más que un honor, con lo cual el país terminó debiéndoles esa platica a los nadaistas.
El honor del Congreso fue un cheque chimbo girado al nadaismo. No era para esperar más del Congreso. Pero qué hacer, aunque el nadaísmo murió, ellos siguen vivos.
En lo que si estoy completamente de acuerdo con Elmo, es que es mejor leer la Nausea en ayunas, que el Código Penal empastado.
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