Lugar común: la muerte
Tomás Eloy Martínez había aprendido que la mayor gracia de quien se ocupa de la literatura y el periodismo es hipnotizar a un lector, como para que llegue tarde a su trabajo, o para que se le queme el pan al desayuno, mientras lee una de sus crónicas o una de sus novelas. Había comprendido, como pocos, que la única gracia de la escritura es encantar lectores. "Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas”.
Gracias a Tomás Eloy descubrimos que mucho antes de que Tom Wolfe y compañía fundaran el Nuevo Periodismo Norteamericano en los años sesenta, los escritores latinoamericanos se habían inventado la crónica moderna en el siglo XIX. La realidad retratada con las armas de la literatura. La crónica fue el recurso que muchos de ellos encontraron para vender algo a los periódicos con lo cual sostener el largo camino de hacer literatura.
Primero fue un cronista magnífico. Nos dejó dos muestras que se utilizan como material didáctico en la formación de cronistas. La pasión según Trelew (1974) y Lugar común la muerte (1979), donde mostró la vida, tal como la vida, con la fuerza que le concede la literatura. Insistió en que ficción y realidad no solo utilizan por fuerza un lenguaje común, sino que los recursos para hacerse posibles están irrigados por un mismo flujo, por una misma sustancia común: la vida y la muerte.
Luego fue un novelista capaz de hacernos creer que lo que ocurría en sus ficciones era realidad, y que la realidad de la que se valía para narrar, era la única materia de la que la ficción se vale para hacerse creíble. Y tal como predicaba, nos dejó dos muestras de esa portentosa alquimia en dos novelas que lo convirtieron en un novelista imprescindible, La novela de Perón (1985) y Santa Evita (1995).
La tentación de la ficción, la tentación de la realidad, no solamente se cruzan en una tentación en la que conviven dos tareas, que se convierten en la única fuerza capaz de animar los motivos, para que alguien acepte el riesgo de hacer una crónica capaz de mostrar el lado oculto de la luna, o una novela capaz de hacer lo único que una novela debería hacer, atrapar a un lector. Dar a conocer la vida, de esa única manera, que consiste en no hacerse tan cerca de ella como para perder la perspectiva, ni tan lejos como para perder de vista los hechos.
Tomás Eloy reunía las condiciones necesarias para hacer caer en la tentación a un lector. La precisión para mostrar los hechos rescatados o inventados, el lenguaje con el que realidad y ficción encuentran el justo medio de su expresión. Y el ritmo sostenido del cual sus lectores ya no podían escapar. Fue por eso quizás que se convirtió en un modelo a seguir, un maestro. Durante los últimos años fue el maestro estrella de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada en Cartagena por Gabriel García Márquez.
Su estilo: el gusto por las historias redondas, cargadas de simbolismos que enriquecen la realidad, donde el narrador rebusca en la más recóndita intimidad de sus personajes la condición primera de humanidad, a través de un lenguaje limpio, eficiente, audaz y de una precisión cortante.
Siempre, hasta sus últimos días, en sus columnas, y en su obra, quiso descifrar el sentido que los argentinos dan a la muerte. No sé si a su muerte había logrado encontrar esa relación tan incierta y ambigua, como si la muerte tuviera algo contra los argentinos, o los argentinos algo contra la muerte. Su muerte duele, no porque su ausencia pese como la ausencia de una voz única y plural, sino porque se va uno que era capaz de hacer que alguien llegue tarde al trabajo, o se le queme el pan del desayuno.
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