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Alberto Rodríguez

El Capo o la mafisificación de la tele

El Capo o la mafisificación de la tele

Llegó el Capo, el Patrón ¿me entiende? Cinco veces más rico que Pablo Escobar. Diez veces más frio y veinte veces más exitoso con las mujeres. 932 se llevó a la cama. La diferencia es que, Pedro Pablo León Jaramillo es una ficción de RCN televisión realizada por Fox-Telecolombia.

Producciones como el Cartel, las Tetas, las Muñecas de la mafia y El Capo, son diseños costosos de mercadeo para subir el raiting, hacer propaganda, ayudar a la imagen del ejército, moralizar por entregas, y golpear al narcotráfico con más éxito que en la realidad. Pero todas son ficciones, han salido de la escritura de los guionistas.

El Capo – nadie puede negarlo – salió de un guión, de un estudio, de  un rodaje, de una edición, pero también salió de la barriada, del subterráneo,  de la gran ciudad, del mundo del mercado negro. Nada ha tenido que  inventarse el guionista, le basta la historia, la prensa, algunos buenos amigos, algunos buenos informantes, unas declaraciones y saber cómo hacer unos montajes de tiempo y espacio en la historia, para tener su producto al aire.

Es una ficción, desde luego, pero es lo que como televidentes más nos atrae. Una historia que ya conocemos, en sus protagonistas, su crueldad, su riqueza, su astucia, sus propiedades, su música, su cultura, su gusto. Pero aún así queremos verla todas las noches. Sabemos cómo comienza, sabemos como ocurre en la mitad y sabemos cómo termina, pero nos obligamos a la cita diaria.

Un rector de una academia militar se queja de que el Capo muestra lo ilícito, lo criminal, lo degradado, lo cual no es del todo cierto, también muestra la integridad y el arrojo de un ministro, el coraje y profesionalismo de unos militares,  los gestos de humanidad de los escoltas para con los huérfanos del kamikaze sidoso que se inmoló, para asegurarles el futuro. Dice el rector que necesitamos programas para la paz y la tolerancia, campañas de conciencia. Evidentemente él no sabe que la televisión es un negocio. Alguien se lo debería explicar.

Un crítico – evidentemente – dice que Colombia está haciendo su catarsis con las historias de narcotráfico. Lo que podría entenderse, como revivir con las series, el dolor original del crimen, hasta que el dolor se transforme en purificación y purga de los instintos criminales que nos posen como sociedad. Es una interpretación clásica de origen griego en los tiempos de la narco cultura, del estado mafioso. Le aterra que el país no se escandalice frente a la realidad del narcotráfico y haya quienes – como los rectores – lo hagan con el narcotráfico de la ficción.   

El Capo es una “compota envenenada”. Nos están dando lo que queremos ver, lo que queremos revivir, aún siendo lo oficialmente odiado, lo “humanamente· odiado por una sociedad que ha sido víctima del narcotráfico; pero quizás por odiado, no menos idealizado. Una serie de malos, pero de malos que en el imaginario masivo representan una maldad que no pueden condenar del todo, que es excusable de algún modo.  En el imaginario de muchos televidentes – especialmente los más jóvenes - lo que se ofrece como bueno, no siempre es bueno, y lo que se muestra como malo, no siempre es malo. La dirección del mensaje que se está  montando en la ficción, no responde a la dirección en que los muchachos y muchos adultos, resuelven en su cabeza, en su corazón, en sus barrigas, el contenido de la compota.

Las compotas son manipulaciones manipuladas, son juegos de contra inteligencia dramatizada, lógicas compartidas por RCN, el ejército, el guionista y algunos comentaristas de prensa, pero a su vez un recurso directo para la trivialización del mal. El Capo no se podría emitir si fuera una apología, una incitación, si se emite es porque apunta contra el narcotráfico, aunque sea con la pistola descargada. Es como si los guionistas hubieran dicho: vamos a mostrar a un monstruo, pero lo vamos a humanizar para hacerlo visible, creíble. Y hubieran construido en un estudio una especie de doctor Frankestain de tierra caliente, construido con pedazos de capos puestos fuera de circulación, carteles y cartelitos, pero con una mirada capaz de penetrar el lugar común de la maldad y adentrarse tras las líneas familiares del monstruo. Lo que termina haciéndolo más creíble, pero mucho más peligroso, como ejemplo para niños y muchachos. En muchos suburbios y barriadas de comuna y ladera de Medellín, Cali y Bogotá, hoy los niños y los muchachos juegan a ser Tato, Chemo y Perrys.

Con el Capo, pasa lo que aconteció con la Huaca, es una serie que no se podía hacer con el ejército, pero no se podía hacer sin el ejército. Muchos televidentes, de esos mismos que reportan las cifras de raiting que excitan a los canales, se han hecho inmunes a las delicadas toxinas de las compotas envenenadas. El Capo reproduce con su historia un  imaginario instalado en la creencia, por efecto de la permeación mafiosa del estado y la sociedad civil. La compota es una recreación de la trivialización del mal. Al haber humanizado el capo mostrándolo desde adentro, en su dolorosa equivocación, en su condición de macho alfa, en su condición de solitario, de galante, en cambio de una caricatura mestiza del mal, han logrado lo contario de lo que se pretendían con la estrategia de mercado: que el imaginario colectivo termine quitándole el peso, la seriedad a la maldad que nos venden entre comercial y comercial.

 

 

1 comentario

yuskali yepez -

me encanta se botaron con esa serie lo maximo