El Che
Está en las camisetas de miles de adolescentes en el mundo. En los pins de las mochilas escolares. Como calcomanía en los buses y busetas. En las boinas de guerrilleros casposos y de izquierdistas trasnochados de suburbio. En la publicidad de Renault Megane en Francia. En el sello del vodka Smirnof, la familia zarista. Está en el reloj Swatch de colección. En los marcadores Stabilo. Estampado en las matrioskas rusas. En posters que se venden en el piso de las calles y los festivales. En las paredes de las universidades públicas en América Latina. En tatuajes en pectorales, bíceps y nalgas. En cadenas de colgar al pecho, como si fuera un santo. Hasta en una gran valla heráldica en la Plaza de la Revolución de la Habana. En los millones de millones de fotos reproducidas, de la que una tarde de 1960 Alberto Korda le hiciera en un balcón. En miles de páginas web. En las motos de quienes van por el continente. Y en medio de la iconografía gótica del Heavy Metal. El mito del Che ya no es el del “guerrillero heroico”, es más el de una marca del capitalismo. Hasta en las tangas aparece.
El médico asmático al que la historia puso en México para que se encontrara con el Patriarca. El triunfador militar de la Sierra Maestra. El Gerente del Banco Nacional, el que firmaba los billetes. Al que se le ocurrió que la producción no necesitaba estímulos materiales sino morales, y llevó la economía al desastre. El polemista de Betelheim. El que hizo que tras el colapso se precipitara el cortejo ruso de asesores. El que no pudiendo manejar el conflicto interno con Fidel voló al África, a meterse al Congo como Tarzán. Y luego, como el menos marxista de los héroes corrió a América, su América, para irse a internar a Bolivia. Igual que Butch Cassidy. Traicionado por todos los partidos comunistas, sin recursos materiales, sin la respuesta obrera, sin comunicaciones, diezmados, agotados, el Che se encontró en el ahogo definitivo de su asma. Herido fue llevado a una escuela en donde a la una de la tarde del nueve de octubre, el soldado Mario Terán lo remató de dos ráfagas. El día anterior el agente de la CIA, Feliz Rodríguez, había intentado interrogarlo.
Hoy a nadie le daría por ponerse una boina para ir a hacer la revolución en Bolivia. Salvo que hablemos de una feminista, anoréxica y radical holandesa, que sueña con internarse en las montañas, para ir a meterse en una revolución en América Latina. Lo más aleccionador del Che, a todas las posteriores generaciones de libertarios, son sus enseñanzas acerca de lo que no se debe hacer. Sus grandes y honradas equivocaciones, vistas en perspectiva, son un legado, más útil y contundente que sus románticas ideas de los diarios, sus delirios tácticos, sus teorías económicas y hasta de ese vago romanticismo que se cristalizaba en una incierta tristeza que resumían sus ojos.
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