Blogia
Alberto Rodríguez

Distancia de rescate

Distancia de rescate

 Distancia de rescate es la novela de una mujer. No tanto porque el leitmotiv sea la relación de las madres y sus hijos pequeños, sino porque hay una sensibilidad particular, que se presiente, un modo de observar y descifrar el inmediato entorno, que no es el de los hombres, por más femeninos que lleguen a ser, sino el de personajes mujeres, que con ánimo de mujeres impregnan el relato con una voz propia que irriga una tensa conversación de 124 páginas.

 El recurso de voz de la novela de Samanta Schweblin está enunciado desde la primera página, en el cuarto renglón: “El chico es el que habla (cursiva), me dice las palabras al oído. Yo soy la que pregunta”. Y la que habla es Amanda, que recién conoce a Carla, la madre de David. A medida que hablan, la novela va ganando respiración moderada en la atmósfera de un juego retorcido y perfecto del punto de vista y focalización, que le concede el carácter y el justo ritmo, a una novela que curiosamente introduce el fenómeno de la transmigración y el del campo, en el siglo XXI.

  Las voces, cada una en un registro  elaborado, con un matiz, desarrollan el hilo de trama que cohesiona la novela con aplomo y certeza. La voz insistente, incisiva, de David, que guía el presente de la narración y los recuerdos de Amanda que se cuentan en el pasado en el que alguna vez sucedieron. Hay un meollo al que deben llegar para “darse cuenta de lo importante”. Amanda repone los acontecimientos, los ordena, a medida que los refiere. “El punto exacto está en un detalle, hay que ser observador”, dice David permanentemente. Todo lo que ella cuente es una pesquisa desapacible, preguntas, algunas sin respuesta, que marcan el ritmo recio y sostenido de la historia. El pasado próximo es el de Amanda, y uno más remoto, evocado por Carla.

 La “distancia de rescate”: “así llamo a esa distancia variable que me separa de mi hija y me paso la mitad del día calculándola, aunque siempre arriesgo más de lo que debería”, dice Amanda. En todos los personajes hay temor, una espera difícil y confusa, y un insistir en los detalles.

 No alcanza la novela, como se ha sugerido que lo hace, a escalar  los riscos del terror, aun con el veneno invisible de apariciones inesperadas, en medio de la noche, o el acto de una curandera que salva a los niños para transmigrarlos.

 Es una novela para leer en dos sesiones. Merece la atención del lector, sin respiro, sin despertar. Deja un agridulce sabor plomizo en el fondo del paladar. Está más del lado de la delgada cara oculta del suspenso metafísico que del terror ordinario. 

0 comentarios