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Alberto Rodríguez

Cusco 2

Cusco 2

Cusco viejo es el centro de la historia. Tan viva como en pocas partes del mundo. Una ciudad de callecitas medievales donde se cruzan ciudadanos de todo el mundo entre las tiendas de turismo y artesanías. Caminando por la calle de los Procuradores, oí mientras pasaba, hablar en chino y en argentino de la Plata, en inglés de Dublín, en inglés de New York, o en el hebreo de un soldado israelí en licencia. Y hasta una pareja de “mamushkas”, gordas como todas, con su carga en la bayeta colorida a la espalda, que hablaban un quechua tranquilo y rumoroso.  En esa calle se habla hasta castellano. Una fría Babel a 3600 metros sobre el nivel del mar, en la que recibí la invitación más poética que he recibido en cualquier otra ciudad, ir a ver las estrellas a la una de la tarde.  

Cusco la ciudad de los masajes. La calle del costado noroccidental que da a la plaza de armas, es como la Nana Place en Bangkok. Cada tres puertas hay una sala de masajes atendidas por cholas que con catálogo en mano salen a informar al turista de la variedad de sus servicios, que van desde un masaje relajante localizado por 20 soles, hasta un masaje con piedras calientes, aromas terapéuticas y dos masajistas, por 100 soles. El pub es un lugar para que los ingleses se sientan en casa. Hay muchas casas de familia que han adaptado una o varias habitaciones, para ofrecer hospedaje a los mochileros, los que sin mucho dinero mueven el intercambio, la música, las artesanías, las obras de teatro, las publicaciones alternativas, la droga. En algunos solares encontré almuerzos desde siete soles. En un hotel hecho bajo una estructura de capilla con puertas de cristal, el Inkaterra, consulté la carta en un atril. Una entrada del día, digamos un canapé en cama de berenjena y anchoa, 91 soles, la más barata. Un colombiano debe pagar mil pesos por un sol. Hay restaurantes ingleses donde se puede comprar el deplorable menú nacional de pescado y papas fritas, en papel secante. Un restaurante hebreo donde le sirven amba (una especie de mole) y un jraime; o un restaurante irlandés donde se puede comer un cottage pie.

La ciudad huele a viejo, a especies y a maíz. Existen tres mil variedades de papa en el Cusco y 37 de maíz. Las iglesias huelen a lo que huelen las iglesias, los santos congelados en oleos oscuros enmarcados en preciosuras del barroco limeño, permanecen iguales, el culto apenas cambia, los católicos se reconocen en sus templos y dejan su dinero para la buena causa. Y hay uno en cada esquina, tres en la plaza de armas donde los españoles descuartizaron a Túpac Amaru.

La cocina local se prueba en el mercado de San Pedro. Es una sinfonía de olores y aromas. Más de veinte variedades de queso andino, tubérculos como grandes perlas manchadas, semillas, vegetales del rojo al verde. Maíces blancos, amarillos, rojos, negros, lapislázuli. Y arepas de trigo, a siete por un sol. Comí un arroz aromatizado con hierbas que se sirve frío y con una semilla pequeña parecida al ajonjolí, y una chica morada, que no es chica ni limoná. La llama sabe a carne de ternera. Y si se quiere algo más carnudo, un anticucho (corazón pinchado), choclo en salsa huancaína, ají de gallina o un aguadito de pescado.

El almacén de las telas tradicionales, Illari, a unos cuantos pasos de la puerta de Santa Clara, es un bazar innombrable, huele a fibra nueva, huele a color. Miles de cortes perfectamente ordenados dan un decorado obsesionante de colores cruzados, geometrías de hilos, más pintorescas y originalmente mezcladas que las de las telas escocesas. Hay metro de tela desde diez soles, hasta 150. Texturas, combinaciones, geometrias tradicionales que revelan un intrincado ordenamiento, un diseño salido de los artesanos de una cultura llena de sentimiento estético.

En la plaza de armas circulan extranjeros todo el día, pero también deambulan y se sientan en las bancas, locales, mujeres y hombres que se mueven en su ciudad. Había estado caminando casi tres horas y llegué a la plaza buscando un lugar para sentarme, bajo un sol brillante y seco. En el extremo de una banca había una chola de no más de 25 años. Era evidente que esperaba a alguien, no pareció inquietarle que yo me hiciera en el otro extremo. Estuvimos al menos cinco minutos solos, y mientras yo volvía a ver las fotos que había tomado en la mañana, llegó un cholo joven, que se hizo junto a ella. La conversación desde el comienzo giró sobre un hecho que ocurre y volverá a ocurrir del Cusco y Cafarnaúm. El vive solo con su madre y por apego a ella no ha podido irse a vivir con la chola. Fue ella la que habló casi todo el tiempo, el pobre hombre no tenía respuesta a ninguno de sus reclamos, que parecían tener toda la razón. Es mucho tiempo, decía, y tú nada. Llegó finalmente al ultimátum: o te decides o me pierdes. Se despidió del hombre, se levantó y se fue sin mirar atrás. Él y yo nos miramos por primera vez, y permanecimos en una especie de silencio bobo en medio de una tarde a la que había comenzado a llegarle desprevenidamente el frio andino de la noche. 

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