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Alberto Rodríguez

Que viva la música

Que viva la música

 Un director de cine tiene derecho a hacer güevonadas, es su libertad de creación. Pero también debe estar dispuesto a pagar el costo de hacerlas. Que viva la música, en su versión cinematográfica, no es una adaptación de la obra de Andrés Caicedo, es una caricatura turística del lado oscuro de la ciudad. No le hace honor ni siquiera a María del Carmen Huertas, que en la novela es un personaje auténtico, con matices, que habla. Ni a Cali, ni a la música, ni a la llevadez, ni a la violencia. Es un ensayo híbrido barnizado de una cachondez sin ritmo, de una falsa violencia, de una pobreza escénica que duele, de una crudeza sin sensibilidad. Es un pastiche de folclor urbano, al que ni la música salva.

La película de Moreno, y lo lamento por Moreno, no tiene historia, no tiene actuación, no tiene novela, no tiene tensión, no tiene diálogo, no tiene ritmo, le falta sabor, o si lo tiene, es un sabor a ceniza yodada. Me produce la sensación de un guayabo maluco un lunes en la mañana.

Toda la razón tuvo Rosario Caicedo, la hermana de Andrés, de haber protestado contra esa cosa fácil, desangelada, sin sabor propio, llena de lugares comunes, que es la película de Moreno, autor de obras reconocibles. Que viva la música, es un argumento contra el cine nacional. Es un placebo estético, un destrabe, un anzuelo turístico para atraer gringos, más que una película que revele el corazón oscuro de la ciudad, el sur-norte de la rumba como alma, la sazón aburrida de la burguesía, y la desazón suprema de la pequeña burguesía.  

Uno no se explica cómo leyó Moreno a Caicedo. Es posible que se haya dado cuenta que la novela no podía ser llevada al cine, pero no quiso dejar pasar el papayaso que el mito urbano de la novela le proporcionaba para hacer una película colinchada del prestigio de la novela. Moreno no respiró la atmósfera, no percibió el dolor, ni el alma dislocada de unos personajes auténticamente perdidos, que por perdidos, otorgan un sentido al libro. Por lo que vimos, fue una lectura oportunista la que hizo de la novela. Habría bastado leer el guión para saber que era preferible seguir creyendo que la novela es incinematografiable, que haberla dejado a su suerte, para que se convirtiera en un catálogo estereotipado y vistoso para atraer turistas viciosos.

La honguera en Pance es tosca, mecánica, artificiosa, sobreactuada. Ni siquiera al viajecito le atinaron. Todo es postizo, falso, ni siquiera la violencia es cierta, y eso que Moreno ha visto la violencia que nos rodea, y que ha alimentado artísticamente sus otros trabajos. Parece un juego de gomelos con cámara, pasando un día en Pance.

Y de Paulina Dávila, la discreta diva local, a la que tanto le preocupa lo que pueda pensar su papá, después de tres o cuatro malos polvos que se echa en la película, no le han hecho ningún favor, convenciéndola de que es una actriz, que simula ser María del Carmen. Su trabajo no va más allá de una simulación sin carácter, una mudez sin convicción, apenas matizadas por la risa tonta, de una actriz que no supo a quién representaba.

Y los pedacitos de novela que se les ocurrió meter en off, y que Paulina lee, dan grima, ganas de salir corriendo por la forma desentonada, monótona, pueril, con que ella los lee. No siendo una actriz, lo mejor es que no hable, debió haber pensado Moreno, por eso la película no tiene diálogos, apenas disparos deshilvanados de afirmaciones sin consecuencia; así que la pusieron a hablar en off, pero ni siquiera en off su voz encuentra el tono, ella no sabe leer, no sabe hablar, no actúa, pero eso a nadie pareció preocuparle en la producción. Bastó que se bajara las bragas, que se dejara devorar del indio y  que nos mostrara el cuerpito, aunque fuera escénicamente incapaz de transmitir una sola emoción nítida, porque no las siente, no puede sentirlas, su aburrimiento, más que el del personaje de María del Carmen, es el de Paulina.

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