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Alberto Rodríguez

El mito demolido

El mito demolido

¿Existe la intimidad? Quiero decir, como existía hace cien años, en sentido histórico. La pregunta va porque la mediatización ha aumentado en proporciones geométricas la exposición de la vida privada. Un beso fotografiado en la memoria de un celular se convirtió en el detonante que llevó al suicidio a uno de los protagonistas en un colegio en Bogotá.

La privacidad hoy está provista de una colección de gadgets útiles para producir información, editarla y publicarla. Casi que cualquiera puede hacerlo. Una pareja puede hacer un video de sus relaciones sexuales, para fines de excitación, para compartir como reconocimiento afectivo, o para vender a una agencia de pornografía. Lo que hagan es de la esfera privada, infranqueable por definición, sin embargo tiene más consecuencias públicas, que las que hubiera tenido, si las hubiera tenido, hace cien años.

¿Cómo es que la publicación de material de la vida privad en las redes provoca una ola de suicidios juveniles en el mundo? La “franqueabilidad” de la intimidad es como el hielo de Groenlandia que al derretirse corre la frontera.

Una película norteamericana: el tipo en 1960 entra a una farmacia a comprar un condón. Se acerca casi ruborizado a la tienda, llena de personas, va en busca del dependiente, se le aproxima y en voz muy baja le solicita un condón. El dependiente escucha, levanta la cabeza y le grita a otro dependiente al fondo de la tienda: un condón para el señor.  

Una película inglesa: una chica en 2010 entra  a una farmacia llena de gente a comprar un kit de prueba de embarazo. Se acerca al dependiente y se lo pide, el hombre va  al estante y se lo trae, ella paga y se dirige al baño de la farmacia. Se sienta en el inodoro y se  hace la prueba.   Mira varias veces, da vuelta al indicador, lo mueve. Sale y va donde el dependiente, le entrega el indicador  y le dice: parece que es positivo, ¿me lo puede confirmar?

Lo que era sagrado ya no lo es. Lo inconfesable hoy se confieza con orgullo. Los ritos de cama se han hecho cada vez más públicos a través de la industria internacional de la pornografía, que convoca a más del cincuenta por ciento de los usuarios permanentes de la red. Secciones completas de “hechos en casa” muestran como por algún dinero la privacidad sexual se hace pública. La familiaridad encerrada se abre y se echa a rodar.

Un reality: una casa transparente. Adentro una mujer vivirá durante una semana. Todo lo que haga se transmitirá por la tele. Y millones de televidentes atraídos con el gancho exhibicionista de la vida privada, se prenden a sus monitores para ver hacer a alguien lo mismo que ellos hacen todos los días.

Y el caso más inocente y popular, el de FB. ¿Quién que no quiera exponer su privacidad tiene una página activa? Y privacidad quiere decir fotos familiares (de pronto el álbum que se tenía en la sala, ahora es del dominio público internacional) pensamientos, confesiones, eventos, celebraciones, desnudos y opiniones, desde luego. FB es el ágora global en donde lo privado se funde en lo público. El tiovivo de la exhibición en el que nos publicamos todos los días, convirtiendo nuestro dominio privado en un dominio público contratado.

Con el escándalo de Ashley Madison, que filtró o a la que le filtraron directorios completos de infieles, el último vestigio de privacidad, el derecho del adulterio clandestino, se franqueó, al hacer públicas las base de datos de 32 millones de usuarios que utilizaron trampas web. Independientemente de que no todos los que aparecen en las listas sean usuarios reales, se ha dado un paso grande en la trasgresión.

Ni siquiera pagando por la privacidad estamos exentos de lo público. Terminamos convirtiendo la privacidad en mercancía. El mito ha caído.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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