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Alberto Rodríguez

El año del verano que nunca llegó

El año del verano que nunca llegó

Acabo de terminar "El año del verano que nunca llegó" de William Ospina. La triple noche del 16 de junio de 1816, - el día del Ulises - la más fría del milenio, en que del encuentro de la élite romántica en Villa Diodati, a orillas del lago Lemán en Suiza, salieron el Vampiro y Frankenstein. Abismal, poética, maligna, romántica, racional, femenina. Lo mejor que he leído en mucho tiempo.

No es una novela en sentido estricto. Es una crónica de cómo se gestó, se rastreó, se leyó, se visito, se indagó, la huella del alineamiento de astros en la villa, donde se habían encontrado, por el empecinamiento enamorado de Clara Clairmont, Byron – “aquel noble satánico” -, Percival Shelley – el ángel caído -, Mary Wollstonecraft, la mujer de Shelley, y autora de Frankenstein, Matthew Lewis, el autor del Monje, Gaetano Polidori, el autor del Vampiro, y la condesa Potocka, descendiente del Rey de Polonia.

Es una lección de historia, un ensayo de la era romántica, de los románticos, de la exaltación loca del sentimiento, del clima de oscuridad y mito, rebelión y luz, de una época, en donde lo sublime y lo siniestro se disuelven como una mancha de tinta en el agua, donde el amor y la crueldad copulan, en la que el orden y le caos pugnan, y la belleza y el horror confunden sus límites. Una lección de historia que hila el entramado biográfico de un puñado de seres que le pusieron su marca a la época, que encontraron para ella, toda la belleza que su alma reclamaba, pero también todo el horror que se merecía. Una época que no podría haber estado mejor descrita que por Charles Dickens, al comienzo del Cuento de dos ciudades, en 1859: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y, también, de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. 

 Es un desarrollo muy personal del autor, que en una primera persona tranquila, nos cuenta de cuándo y cómo se halló frente a la epifanía, la imagen natal, de donde se desprendió su propia pasión por recorrer los sitios que su crónica le había revelado. Una crónica de la amistad, porque si de algo se ocupa Ospina, es de revelarnos el sentido de esa amistad con aquellos que siempre tendrán un sitio conocido y amistoso a donde llegar, casi en cualquier ciudad. El valor de los amigos, a los que se les reconoce, y se los nombra, y se los menciona, porque en algo el autor se reconoce en deuda. Y sin los cuales todo habría sido más difícil, más largo, menos gustoso.

Es un alto ejercicio de prosa poética, realizado en el acto osado de soltarse de un poeta, de levar el vuelo de lector, y respirar el aire de la poesía y los poetas ingleses, alguien que ha nadado en las aguas profundas del alma romántica. La fuerza y precisión de su prosa, le permiten anudar lo que de biografía, literatura, monstruosidad y razón, hay en esa saga de Villa Diodati, a donde Ospina llegó llevado por la atracción de un cronista y la curiosidad del novelista. Todo en un poco menos de trescientas páginas.

Es un concierto de conocimiento, intuición, coincidencia, visión, el de un autor que con precisión de investigador, dio con el momento, los personajes, el día, la hora, el lugar, la circunstancia, donde concurrieron mito y realidad, ego y genialidad, desdicha y heroísmo, miedo y coraje, sueño y vigilia, de entre todo lo cual, salieron corporizados los monstruos vigentes y trivializados, que se cocinaron en el terrible sueño de la razón, que se gestó en las buhardillas del romanticismo inglés.    

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