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Alberto Rodríguez

Bahía de los misterios

Bahía de los misterios

Roberto Ampuero es un buen tipo a pesar de ser Ministro de la Cultura del pelmazo Piñera. Declaró que la novela estaba terminada antes de que lo nombraran en el cargo. Vuelve con el eterno Cayetano Brulé, el detective cubano, cincuentón de mostacho y buen gusto en la mesa. Es su novena novela.

Bahía fue declarada la novela de la FIS, en su edición 2013. El título nos lo va a quedar debiendo. Da la impresión de esos títulos, que se ponen forzados por las circunstancias, una vez se ha terminado el libro. Un título falsamente descriptivo. La palabra bahía no es representativa de la historia. Y los misterios son los lugares comunes de la novela negra. Un derroche de falta de ingenio, que hasta podría dejar satisfecho al editor. Yo habría titulado: El año en que los mayas descubrieron Irlanda.

El detective Brulé. Una cabeza decapitada. El oscuro mundo académico. Los fascistas. Y las hipótesis. Ahí está todo en la licuadora, para que en proporciones tónicas, se ponga en marcha la intriga. Ampuero es un novelista cosmopolita, así que para resolver el crimen, Brulé deberá ir a Chicago, a la academia, al DF, donde la Santa Muerte, a New Orleans, donde están los mejores restaurantes, a Galway en Irlanda, porque ahí, a la costa oeste de Irlanda, llegaron en cayucos más grandes que carabelas, los mayas, mucho antes de que los vikingos llegaran a Terranova en el siglo X, antes de que los chinos llegaran a California en 1422, y naturalmente, con diferencia de siglos, al momento de la llegada de Colón a las Antillas. Y termina en Pyongyang, en donde existe la única prueba testimonial de la llegada de los mayas a Irlanda, llevados por la corriente del Golfo, que nace en Yucatán.

No se podrá negar el ingenio puesto en la trama, la originalidad de las hipótesis. Durante la mitad de la novela Brulé se ocupa de investigar oscuros académicos que albergan una dosis tan alta de soberbia como de envidia. Pero las circunstancias impiden, que el sano debate académico, se hubiera visto reemplazado por la vendetta justiciera de los fascistas. El leit motiv de la novela es la defensa de un punto de vista histórico, que corre paralelo al debate sobre si los europeos descubrieron América, o fueron los mayas los que descubrieron Europa. Porque de haber sido así, el narrador juzga exageradamente, que el mundo actual se transformaría, se conmocionaría, a tal punto, que ya no sería el mismo. Yo digo que de haber sido así, no pasaría nada, porque el hecho histórico definitivo, no fue el descubrimiento, sino la conquista.

La novela es limpia y ágil, pero facilona. Peca por lo que pecan las malas novelas negras, por la facilidad de indicio, por el deux ex machina de las pistas, por la carencia de dificultad dramática, porque todo resulta, porque no hay contratiempos legítimos, porque el antagonismo se manipula a favor del detective. No hay una crisis auténtica en la investigación; la facilidad de la pesquisa hace previsible el accionar de Brulé. Y eso le resta empuje a la trama. La trama, por momentos se trivializa. El viaje a Pyongyang es toda una trivialidad, la visita al museo, el hallazgo de codex maya, con el registro crónico del viaje. Es la apoteosis de la facilidad. Entró y salió a Corea del Norte, como quien va a Panamá. A partir de ahí, la novela se cae. La secuencia en Cádiz, cuando Brulé descubre la sede de los fascistas, es una ridiculez. El detective cincuentón, que se ahoga al correr, semicalvo, pasado de kilos, burla a toda la organización de fascistas que protege el honor de la tradición eurocentrista, hasta convertirse en Jason Statham chileno.       

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