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Alberto Rodríguez

Salsódromo

Salsódromo

Si hubiera sido un turista, de bermudas y cámara fotográfica, seguramente me habría divertido viendo el espectáculo con el que abre la Feria de Cali; 2200 bailarines que se chupan tres horas de la tarde y un kilómetro y medio de autopista, presentando a las “escuelas de salsa”. Ver a los chicos echándoles agua a sus zapatos recalentados, de los que casi sale humo, es un pintoresco recuerdo del paso por la “capital de la salsa”. Lo que para el jazz sería New Orleans, para la samba el festival de Río, y para  Barranquilla el carnaval infinito de comparsas, fandango y marimondas.

Al no ser un turista, no puedo ver el espectáculo con el aire de exotismo que se le puede vender a un  escandinavo o a un gringo. No encontré boleta (setenta mil) y tampoco tenía el ánimo de apostarme sobre uno de los puentes peatonales de la autopista. Así que debí hacer lo que debieron hacer muchos, sentarme frente al televisor a ver la transmisión de Telepacífico, el canal regional, más conocido como “telebuñuelo”.

En la tribuna principal, bajo techo, con whisky y guayaberas, me encontré con Carlos Holguín, que al fin despertó del largo sueño de poder, muy cerca de él, Orlando Riascos, con una camiseta que no se sabe si es de los “verdes” o del Deportivo Cali, Jorge Iván Ospina mandando besitos a granel cada vez que la cámara lo cogía. El alcalde Guerrero, estrenando sombrero, uno fino que le reemplazó el pañuelo de cuatro nudos, que se pone cuando quiere ser popular. A Umberto Valverde, muy cerca del separador, agitando su humanidad al compás de las carrozas. El hijo del Presidente, hablándole al oído al alcalde. Y naturalmente, el Ministro del Interior, el nieto del poeta Valencia, perfectamente rasurado, peinado, rígido, sin expresión. Una cantidad alarmante de escoltas. Y las caleñas de siempre, las divinas del estrato seis, y las bacanas del estrato cuatro.

Cada escuela rindió un homenaje. En la primera carroza Richi Rey y Boby Cruz, tan frescos y vitales, como cuando vinieron por primera vez en el 68, sin una sola cana y con cirugías faciales perfectas. Luego cada escuela, que venía de una maratón, con sacos de paño, disfraces pesados, arandelas y plumas, se detenía y hacía su presentación mirando a la tribuna principal del inmenso salsódromo.

En lo individual los chicos y chicas son bailarines, rítmicos, alegres, cada uno hace lo que tiene que hacer y lo hace bien, pero el conjunto es lamentable. La pobreza coreográfica, la falta de acople, el pobre instinto de espectáculo colectivo, hacen de las escuelas de salsa agrupaciones aprendices de festival, que tendrán que trabajar mucho, antes de poder ofrecer un auténtico espectáculo.

A falta de coreografía, buenos son los atuendos,  coloridos, generosos, brillantes. Se ve un trabajo de taller de costura de carnaval, una línea brillante de creación, a la que todavía se le nota el efecto de moda de los vestuarios de Río y de Barranquilla.  

Pero, al margen mismo del espectáculo, la transmisión: desentonada, sin fuerza, llena de lugares comunes, sosa, convencional, bobalicona, casi triste. Unos locutores encorbatados, unas niñas tiezas, queriendo estar la altura de un espectáculo, al que no se meten. Unos comentaristas de radio, sin picante, sin aire. Nada nos describe mejor en el aire provinciano, que la forma de hacer televisión, la forma de aparecer públicamente en los medios masivos de comunicación.

Algo, como la salsa, el calor de la vida regional, el alma de la identidad, transmitido de una forma tan muerta, tiene el efecto del aguacero sobre el picnic. La transmisión de sonido es deficiente, sin cuidado técnico, con interferencias, sin la definición que merecería el evento.

Cerró el desfile, Herencia de Timbiquí, que con ChociQuibTown y la agrupación de Hugo Candelario, han sido las únicas tres de los departamentos del litoral Pacífico, que han pasado los límites de la frontera entre lo folclórico y la música comercial. Uno negros de pelo trenzado, trepados en un camión, esparciendo chorros de alegría, tal como se agrupaban los músicos negros de New Orleans en las antiguas guerras de bandas, en carretones que se desplazaban por el barrio francés.

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