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Alberto Rodríguez

Un dulce olor a muerte

Un dulce olor a muerte

Guillermo Arriaga: el guionista de González Inárritu. Durante un tiempo fue eso. El guionista tras  la escena, aunque ya había escrito novelas. Siempre me pregunté de quién eran esas películas, esa trilogía que nos pegó a las butacas, que nos sacó el aire.

Muchos años antes de que la exitosa dupleta de creadores se hubiera roto, Arriaga ya se había dado a conocer como novelista. En 1991 con Escuadrón guillotina, y en 1994 con Un dulce olor a muerte. Un libro sencillo, sin pretensiones, de lenguaje llano y humilde poesía, que ha hecho ver a los críticos, la influencia de Rulfo, García Márquez y Cormac McCarthy. Que de un autor se diga eso, aunque no sea cierto, es suficiente para leerlo. Un novelista que se hace guionista, y que después del rompimiento con Inárritu, produjo y escribió la versión cinematográfica  del Búfalo de la noche.

Ese hombre sencillote, desembozado, grande, nacido en 1958, que escribe desde que era joven, que  con Un dulce olor a muerte, que  es México, hace como todos los demás escritores mexicanos, recrear la muerte como coartada de la vida.

Una novela rural, de personajes pintados al carbón, en paisajes secos, lejanías calurosas, en los que la muerte trasiega de cualquier forma, hasta con perro. Una muerte que se cocina lenta, que se advierte, que se anticipa, que se huele, que va tocando con su mano el rastro de los personajes.

Un pueblo, un asesinato, una mujer, un falso novio, y un sospechoso. Y siempre, la impunidad tan mexicana. ¿Cuántos responsables de los asesinatos de más de cinco mil mujeres en Ciudad Juárez, en los últimos siete años, han sido condenados?

No, no es que los escritores mexicanos estén culturalmente obsesionados con la muerte, como decía Monsivais, sino que la muerte los quiere, son sus cuates.

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