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Alberto Rodríguez

Sin lugar para los débiles

Sin lugar para los débiles

Sin lugar para los débiles es como un disparo con silenciador, en la noche de una pesadilla transparente, por la que fluye la luz.Los hermanos Coen conforman una buena máquina narrativa. Ajustada, engrasada, efectiva. Los une una misma inteligencia narrativa, repartida en las justas proporciones de adrenalina. Si fuera posible dar una fórmula, una receta de “Sin lugar para los débiles”, de Ethan - el filósofo – y Joel – el cineasta – diría: economía, limpieza, contundencia y ritmo. La película se llevó cuatro Oscares, tantos como Fargo.

Los Coen han llevado el género negro al punto de mayor efectividad estética. Son cocineros - en el guión, el rodaje y la edición - de crudas estéticas negras, de personajes abominablemente humanos (no necesariamente psicópatas como se ha dicho de Chigurh), a lo que agregan la finura de su condición de gourmets de argumentos. Son capaces de inventar mundos –segundas ediciones de la realidad – con consecuencias emocionales rotundas, con la veracidad de las complicaciones que seducen, a la luz de esa peligrosa ilusión de riesgo que siembran en el espectador dispuesto a seguirlos.

Sin lugar para los débiles es una estrella brillante de la galaxia negra de la narrativa audiovisual norteamericana. Una mezcla en distintas proporciones de los mismos materiales con que está hecha toda la galaxia: talento, dinero, muerte, y poder. En la película el peligro se siente, se respira el riesgo de origen ficticio, que da el tono comprometedor a la historia, que no queda más remedio que ver.

Los Coen leyeron con ganas la novela de Comarc McCarthy, la desbarataron como quien desarma un reloj, midieron las atmósferas del relato, diseccionaron los personajes, olfatearon los ambientes, y se sentaron a inventar mientras padecían la temperatura de la historia. Luego ensamblaron las partes seleccionadas en un guión que le da vida nueva a la historia original, una animación recreada en un mundo en el que no sobra ni falta nada.

Javier Bardem, Tommy Lee Jones y Josh Brolin, son la otra cara de la efectividad narrativa del film. Un asunto definitivo en el arte de los Coen, el casting. Comparten en algo la filosofía del casting de González Inárritu. Los personajes se crean y se sueltan al mundo, el trabajo consiste en salir a encontrar en él las personas – actores naturales y profesionales –que los calcen. (El guión es una teoría para saber cómo se van a mostrar) Los actores se ponen a los personajes como si fueran una segunda piel, no es que entren en ellos, los hacen entrar en sí mismos, y una vez adentro los adaptan en extenuantes jornadas de búsqueda de rasgos y tonos. Dan todo lo que tienen para que los personajes encuentren su único modo de ser en el mundo: imparables. Antón Chigurh y Llewelyn Moss, no esperan que el destino se cumpla, necesitan forzarlo porque es la única forma de vivir la vida.

Sin lugar para los débiles consagró “El asesinato como una de las bellas artes”. Tomás Eloy Martínez, dijo del film, es implacable.

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