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Alberto Rodríguez

De la vida no se preocupen: nadie sale vivo de ella

De la vida no se preocupen: nadie sale vivo de ella

Uno se muere antes de que el cuerpo se estire. Se muere, tratándose de muerte natural, cuando las emociones se mueren, cuando ya no tenemos energía para reaccionar a las mil provocaciones del mundo. Cuando la vida deja de decirnos cosas, o cuando ya no queremos que nos diga más.

Ex extremo clínico de la muerte emocional es la catatonia. Me parece que a la mayoría de viejos la muerte emocional nos acerca a una variedad benigna o maligna de catatonia, el reflejo de prensión forzada.

Ninguna muerte es evitable. Pero la muerte emocional al darse en “vida”, nos persuade a tratarla como un asunto evitable, como una contravención anímica, a la que siempre se le podrá dar algún tratamiento. Al momento en que cualquier viejo ya sabrá que de la vida no hay que preocuparse, porque hagas lo que hagas, no saldrás vivo.

Los familiares insisten en devolverlo o devolverla a la vida, pero el viejo murió emocionalmente. Es necesario reconocer, el momento - un largo momento sin precisión en escala conocida – en que el hecho se produce. De la actitud de los que aun están vivos, depende el sosiego o la desdicha, que supone cargar una muerte en un cuerpo vivo. Y a veces, en medio del más caluroso afecto familiar, la angustia termina traicionando los buenos sentimientos.

Algunos de los síntomas de la muerte emocional, según mis amigos: ya no le importa al viejo que gane o pierda el Cali, ya no lee los editoriales del Tiempo, ya no quiere cambiarse de ropa, dejó de asistir al club o a la asociación, la televisión lo aburre, permanece enclaustrado como un león derrotado, los amigos se murieron, para qué ir al café, además los cafés también se murieron. Entre más largos y oscuros sean los silencios, más cerca se estará del final

Es como si la vida se encargara de arrinconarnos, mediante el sucio truco de disolvernos el valor de las cosas y las personas, que nos mantienen vivos. No debería ser así, si se piensa que el asunto de la muerte, siempre está al amparo de alguna fe, que nos provee de imaginarios que ayudan a mitigar la ansiedad metafísica inevitable. La misma ansiedad de Camus, revelada en el Mito de Sísifo, que lo llevó a pensar que la filosofía solo sirve para saber si vale la pena o no vivir.

Para el budismo la vida y la muerte son un todo, la muerte es un tránsito a otra vida, un espejo en el que se refleja todo el sentido de la vida. La idea de ver la “vida entera” en los instantes antes de partir, es de origen budista. Cualquier fe religiosa debería proveer recurso, mandamiento, para que la muerte emocional se pudiera evitar, porque nada habría que pudiera diezmar la emoción por Dios y su obra.

Pero ni la reencarnación budista, ni la promesa de estar a la diestra del dios padre, ni la resurrección judía, ni el paraíso islámico, parecieran ser bálsamos que nos evitaran la muerte de las emociones. Como si la biología se empeñara, hasta última hora, en decirnos que siempre habrá algo más poderoso que la fe.

 

 

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