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Alberto Rodríguez

El último burgués

El último burgués

  El último almuerzo de López fue en el Gun Club con su biógrafo canadiense que había venido a Bogotá para preparar con el editor y el Presidente de Semana, el lanzamiento de la biografía. Justamente y por un designio del azar o de la historia, el lanzamiento del libro coincide con su muerte, que terminó proporcionando al biógrafo la oportunidad de un adendo, imposible en vida de López. López, el último burgués.

Un adiós anarquista para López. Un adiós vallenato para López. Un adiós al arte bien ganado de la conversación. Un adiós a sus vestidos de paño y corte inglés. Un adiós al nudo de su corbata.  Un adiós a su clase. 

 Los intérpretes de López – lopólogos, lopógrafos y habla mierdas - creen que cuando López hablaba ponía a pensar al país. Eso sería muy generoso para con López y el país, al menos hubiera sido una aduladora insinuación de que el país piensa. Por lo pronto, digamos con más certeza, que López ponía a pensar a más de uno. Tenía dos facultades siniestras, sabía poner las cosas al extremo y un pervertido sentido irónico de la vida. Algunos han creído ver en él un alma maquiavélica. Otros, más la de un príncipe. 

López fue capaz durante su gobierno de ofrecerle el consulado barcelonés a Gabo, que tuvo hacia el MRL una actitud simpatizante, porque creía ver en él un giro del liberalismo a la izquierda. Gabo era pariente del viejo López Pumarejo por el lado Cotes y López había sido su profesor en la Facultad de derecho en la Nacional. Podía López, en consecuencia, ¿ofrecerle al autor de Cien años de soledad un consulado en Barcelona? López no reconoció que en el alma caribe del Gabo se esconde un alma anarquista, no manoseable - innombrable - por el poder, ni para bien ni para mal. Dice el mismo López que hasta se molestó con el ofrecimiento.

 A comienzos de los años sesenta López comenzó rebelándose contra su partido. Creyó que el liberalismo tenía que tomar un sesgo revolucionario en una década incendiaria e incendiada. Tres faros grandes, como antorchas encendidas - Berkley, París y Pekín - alimentaban con su fuego el maldito proyecto de cambiar el mundo. En América Latina, el Caimán barbudo había instalado su revolución a 90 millas del imperio. Un sesgo que creía él le permitiría emerger del liberalismo en los años sesenta, cuando todo carácter revolucionario del liberalismo en América Latina se había disipado, tras el fracaso programático de las reformas agrarias. López con su disidencia jamás alcanzó rango revolucionario, no solamente porque el liberalismo ya no era renovable por estrictas razones históricas, también porque no convenía a su elegancia.  Se limitó a reivindicar – no siempre con éxito - lo que las democracias liberales en el mundo habían reivindicado en derecho para sus sociedades.

  El alias de Gilberto Rodríguez – el Ajedrecista - sería un buen alias en la novela de López, la que está por escribirse. Porque así como merece ser historiado, merece novelarse.    

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