Blogia
Alberto Rodríguez

Pa que se acabe la vaina

Pa que se acabe la vaina

Tenía el libro, desde el año pasado, en el arrume de los libros a leer. Pero algo no me dejaba tomarlo para darle una oportunidad a que me atrapara. Algo predecible quizás, conociendo los “libros políticos” de William Ospina. Se trata de un manual personal de historia de Colombia que nos entrega bajo el título “Pa que se acabe la vaina”. Donde se mueve entre los dos extremos de la historia: concentración de poder en la “dirigencia” y la diversidad cultural.

A la par de la historia del país, va la historia del papel que la literatura ha jugado. Ospina sostiene que gran parte de la literatura colombiana, se ha hecho afuera: Vargas Vila, Barba Jacob, Álvaro Mutis, García Márquez, Fernando Vallejo.(Juan Gabriel Vásquez, Ricardo Cano).

Es una historia trágica para los campesinos, negros, indios, humildes, trabajadores y sindicalistas, desde el comienzo. Siempre se ha gobernado contra ellos. Una casta dirigente empoderada desde el siglo XVIII, que ha evolucionado históricamente hasta hoy y que sigue en el poder.  Una casta que a pesar de tener filiaciones políticas distintas, liberales y conservadores, es una sola. Propietaria, rentista, dueña de los bancos, hacedora de la ley, con su ejército y su iglesia.

En Colombia jamás prendió el liberalismo, nunca hubo una “democracia liberal” (cada quien tiene su democracia, Putin, Maduro, Macri, Al Asad, Trump, Uribe, Xi Jin Ping, todos). Jamás  en Colombia se hizo una reforma agraria, siempre se ha pasado por encima de las minorías, y hasta de las mayorías, como cuando le robaron a Rojas Pinilla las elecciones que ganó la Anapo. La educación sigue siendo un dispositivo selectivo para la exclusión. No se respetan los derechos humanos. Una sociedad democrática con una concentración de la propiedad de las más altas en América Latina (Colombia es el país de la región con el caso más preocupante: “Las fincas de más de 500 hectáreas –0,4 por ciento del total de explotaciones– concentran el 67,6 por ciento de la tierra productiva”). Donde la iglesia sigue teniendo la superioridad moral suficiente para oponerse a los derechos ciudadanos. ¿Cuál liberalismo? Aquí nunca hubo de eso.

Ospina llama “la dirigencia”, intentando un tono neutro, a la casta de propietarios, a los dueños del país, los responsables históricos de todos  los males que se han enseñoreado en el país desde iniciada la colonia. La peste negra de la historia social colombiana.  

Para Ospina los años sesenta son un respiro en medio de la cadena de violencias indómitas, por primera vez una sensación de no conflicto se respira, aparece el nadaísmo, y la música le canta a los hombres y a las mujeres víctimas de la “violencia” superada. Aparece el Frente Nacional.

Pronto se da cuenta de que no es cierto. Ni siquiera la “década prodigiosa” que vivía el mundo, significó aquí un respiro democrático. La concentración del poder que hizo el FN, obró como un mecanismo, que de un lado silenció los fusiles – lo que a Ospina no le parece gran cosa – y por otro excluyó durante los próximos 16 años a cualquier otra fuerza política en el poder. Ratificó la unidad de poder en la diferencia de partidos. Después de ese largo periodo, los partidos como formaciones históricas desaparecieron. Les tocó convertirse en agencias electorales, mientras el negocio del narcotráfico vivía su acumulación primitiva, en tiempo del finado López Michelsen.

Después de un repaso, uno a uno, desde que Olaya llegó en el 30, durante la crisis mundial del capitalismo, al 34 con el primer gobierno López, que anuncio la “revolución en marcha”, hasta que Santos frenó para hacer una “pausa a la revolución”, que vino a dar a manos de Ospina Pérez, después de quince años de “hegemonía liberal”, que politizó la policía, la armó para que saliera a matar liberales en todo el país, con la anuencia de párrocos que desde los púlpitos bendecían las acciones de limpieza. Lo que después hicieron los capellanes del paramilitraismo.  Hasta Pastrana, que tenía la visión del negocio de la paz, pero que no supo cómo hacerlo. Ospina renuncia a hablar de los gobiernos de Uribe, porque de eso hace muy poco y todos los conocemos.

Desde la guerra de los mil días, pasando por la bisagra histórica definitiva –el nueve de abril– hasta hoy, cuando se ha firmado un segundo acuerdo de paz entre el gobierno Santos y las Farc, todas las fuerzas políticas se aprestan para unas elecciones en el 2018, que equivalen a una redistribución en el poder, que contiene potencialmente el mismo germen de todos los conflictos sociales, jamás resueltos durante la vida republicana del país.

Termina Ospina con una aseveración ligera, una mínima tesis, que no se explica: “Colombia ya no está bajo el control de la vieja élite”. Se ha producido una opción de dirigencia que ha relevado una élite por otra, es lo que se infiera primera vista. La vieja ya no tiene el poder, nos lo hace creer, es una simuladora, pero “nosotros no nos dejaremos vender” (esa primera persona plural, súbita,  al final del libro, que pareciera tomar una causa, incluye no se dice a quienes). Tenemos otra élite, concluye el libro, de la que sabemos, porque Ospina lo advierte, que “no ha sido capaz de articular un discurso con el que puedan construir un país grande…”. ¿La “burguesía santafereña” fue, o será en las próximas elecciones, relevada por el “sindicato antioqueño”?

Refrenda Ospina como objetivo del programa de “nosotros”: “la vida generosa que todo colombiano merece”, y nos recuerda los “deberes” prescritos en la lejana Franja Amarilla. Termina, como un político, en un alarde de esperanzadora y lúcida sencillez, tras 230 páginas de monstruosidades,  profetizando como Martí, Sandino, Fidel, el Che, Chávez.

Y termina como un iluminado, en una especie de trance visionario “Algo está cambiando en Colombia”, “un pueblo desconocido está descubriendo su propia existencia, un territorio está brotando a la luz”. Ospina prende el pebetero de la esperanza, y nos recomienda creer que “el país que intentaron por años contener en el lecho de Procusto habrá crecido demasiado para caber en la caja registradora de la vieja aristocracia, o en la caja de pino de la nueva”.

Al llegar al final comprendí qué era lo que no me había dejado entrarle al libro. Pero cuando la semana pasada, vi a Santos y a Uribe, los dirigentes de las dos élites de Ospina, vestidos de negro y sentados frente al escritorio lacado del Papa, creí llegado el momento de ir al libro.

0 comentarios