Blogia
Alberto Rodríguez

Alina suplicante

Alina suplicante

Yo hubiera titulado la novela, Alina y Julián. No sé si llamarla una historia de amor o la historia de un incesto. ¿Podría ser lo mismo? No sé, el desenlace podría ser una esquiva y conmovedora respuesta en los dos sentidos. Si fuera solo un incesto, la historia resulta larga, lenta, con rodeos, con demasiados implícitos, con aplazamientos, cambios de carácter, encuentros fugaces y disfrazados, malquerencias, accidentes, pero sobre todo implícitos, que cargan de aliento la ambigüedad delicada tanto del incesto como del amor. Un río con rápidos que pasa por encima de la barrera de piedra de los tabúes.

La novela en la tradición de incestos literarios – sin ir lejos, la trama incestuosa en distintos grados de Cien años de soledad – deja unos indicios y predispone a los personajes en dos direcciones: dejar que el destino haga lo suyo, o tratar de oponérsele. Las dos cosas atormentadoras en sí mismas. Pero bien lo uno o lo otro, es porque el destino se adivina y se convierte en el curso obligatorio que hay que cumplir, que los personajes se ven impelidos, por una fuerza superior a ellos mismos. Alina coadyuvando a que Julián tenga alguna relación con Virginia, la que ha sido la amante de su padre muerto. La diferencia es que del papá nunca se enamoró. Y él, pareciendo acatar el destino de ella en París, al lado de otro hombre.

Juan Gabriel Vásquez comienza la novela con un epígrafe revelador, de Antonio de Villegas, en el Abencerraje. En clave se propone el asunto principalísimo sobre la certeza, o la falta de certeza, del hecho de ser hermanos. La única certeza es que todos nos reconocen. ¿Pero si no lo fuéramos? Si no lo fuéramos, mi padre no nos dejaría andar juntos, dice ella. ¿Y qué pierdes si lo fuéramos? volvió a decir. Y él respondió: te pierdo a ti y me pierdo a mí. La novela es un tránsito fluido entre el hecho posible de perderse entre sí. Si se tratara de amor, el lector tendrá que llegar hasta el final en la incertidumbre reinante acerca de la naturaleza  de los actos de Julián y Alina. ¿Es una forma de asegurarse o una forma de perderse? Una alternativa completamente encantadora, porque no es racional. Se surte espléndidamente de la irracionalidad, que como las plantas carnívoras, devoran la carne y lógica de las criaturas que se mueven a su alrededor.

Un rasgo, que configura el itinerario de los amores en la novela, es el de los afectos  maternos y paternos. La novela hace de la madre de Julián y Alina, un fantasma pálido, una figurilla lejana, distante, disociada, eventual, sin ningún poder sobre la acción dramática del relato. Del padre, sí se ocupa, es un ser menos insignificante que la madre. Lo que se cuenta de él, es que hace a Virginia, una estudiante de derecho, su amante. Un día se muere, lo entierran y después todos se olvidan de él. Es un personaje víctima de la falta de peso en los otros personajes, la víctima perfecta del olvido, el ser al que nadie recuerda, del que no se habla, el que apenas ha dejado silencio.

El final es delicioso. Alina vive en París con un francés, al que nunca llegó a amar del todo, espera un hijo y tiene de amiga a una bruja francesa, de las que adivinan e ironizan mientras toman el café. Julián no soporta más la distancia. Un día toma un avión y se va a París. Le avisa a su hermana. Ella lo recibe y lo introduce a su círculo francés. En la noche después de cenar y beber vino, la bruja les entrega a los hermanos la llave de su apartamento, mientras ella se queda con el marido. Julián y Alina en cambio de irse al apartamento, se buscan un hotel barato, cerca a Montmartre, se desnudan y se echan el polvo de la vida, bajo los chorros vaporosos de agua caliente en el baño de la habitación.

Ella pensó “que la sangre había fraguado desde siempre una intriga en su contra”. Aborta de manera provocada, con una pastilla que él le ha proporcionado – es médico –mientras tiran en la ducha. Luego van a la habitación, él la seca, se acuestan uno muy junto del otro, se miman, se dan calor, y hablan largo mientras miran por una pequeña ventana del cuarto piso, que da al Paris de los tejados, al París de madrugada. Ya todo ha pasado, se burla Alina del incidente. Ya no es problema – dice él – por fin vamos a estar solos. Sí completamente, dice ella, y después de la pastilla, más todavía. ¿Te vestiste así para que yo te viera? pregunta él, y ella responde: ¿para quién más voy a disfrazarme de mujer feliz?   

0 comentarios