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Alberto Rodríguez

El punto G de la degradación

El punto G de la degradación

Debo comenzar por decir que no leo los editoriales del País, ni de Madrid, ni de Santiago de Cali. Aún así, por casualidad, el 27 de febrero encontré en la página A21 del último, un curioso editorial, arriba, a la izquierda, en una columna titulada Evangelio, firmada por Darío de Jesús Monsalve. Su primer nombre me pareció una alegoría cuando advertí que es un Monseñor.

Occidente instauró la “dictadura del lucro salvaje y de la voracidad empresarial y bancaria, convirtiendo el dinero en la medida de todas las cosas” dice Monseñor. A primera vista se diría que quien suscribe tal cosa es un marxista, parafrasea con juicio en su lid, lo que Marx había escrito en 1948, en el temido Manifiesto, que occidente quemó de mil formas.

Pero Monseñor va más allá, dice algo severo, a tener en cuenta. El afán de lucro lleva al olvido de Dios. El capitalismo no es un buen aliado de él. La queja editorial es tajante, franca, hasta termina ironizando con la “prosperidad”. Introduce algo gracioso, que llama con sonoro nombre: el Punto G de la degradación. Trátase de un quiste que le sale a la prosperidad y le supura por la G: guerra, ganancia, gasto, gusto, y agrego yo, gobierno, gravámenes y garantías. (Hasta aquí la columna izquierda).

En la columna derecha, Monseñor comienza con una oración de seis líneas tan saturada de lugares comunes, que no dice nada. Pero vuelve y afirma algo propio: “la paz se hará cuando la gente quiera hacerla”. Aquí Monseñor ya no es un marxista, es un liberal aventajado.

Pero Monseñor, antes que nada es un Pastor, así que al final, como en una especie de publicidad ideológica, nos pide que volvamos al Evangelio. La tarea es metafórica, no creo que podría ser de otro modo en un juicio: “reubicar la vida en lo esencial de Dios”: Coño, Monseñor, con esa me has matado. Todo Santo Tomás, todo Kant, todo Hegel, no bastarían para conseguirlo, porque semejante reubicación es cosa absolutamente concerniente a Dios, capaz de cambiarse a sí mismo. De modo que frente a la dimensión extraordinaria, ficticia de la tarea, bien podemos olvidarnos de Dios, y entregarnos al capitalismo, excitándonos comunitariamente el punto G. Ea Monseñor.

“Pero él - Dios – jamás se olvidará de nosotros”, cierra Monseñor.  ¿Cómo podría si está condenado a no olvidar nada?”. Aunque de ahí a olvidarlo todo, no hay más que una brizna, que agitaría la más leve duda.

 

 

 

 

 

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