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Alberto Rodríguez

El último de los malditos

El último de los malditos

Louis Ferdinand Celine, el último de los malditos “ es un excelente escritor, pero también un perfecto cabrón” dijo la semana pasada Bertrand Delanoe, el alcalde de Paris, intentando explicar por qué el maldito bastardo habría sido excluido de las celebraciones literarias del 2011 en Francia, cuando se cumplen cincuenta años de su desaparición. Pero no se fíen, no está tan muerto como muchos quisieran.

El maldito fue reclutado en las filas del ejército francés que marchó a trincheras durante la primera guerra mundial. Y fue en las trincheras, en medio del lodazal y las balas, que entendió, que la guerra siempre es la disputa de los señores, que se dirime con la carne de los débiles, los de la calle. “…la infernal imbecilidad podía continuar indefinidamente…”.

Como en la obra de Döblin, Berlín Alexanderplatz, el maldito trabaja con los despojos de guerra, con los sobrevivientes, con el dolor revolcado de las víctimas. Una vez escapó de las trincheras con el armisticio, lo menos que podía hacer para curarse la infección, la podredumbre, el hedor épico de la guerra, era convertirse en médico. Y lo menos, para soportar esa condición, era hacerse escritor. Y como tal nos dejó dos libros. Viaje al fin de la noche, su primera novela aparecida en 1932, que es el Grito de Münch en una novela, pero con humor devastador, es la experiencia de un sobreviviente que tiene el privilegio de arrastrarse en el mundo de la post guerra, es una brusca experiencia de escritura y lectura, filtrada por el esfuerzo de dar cuenta de la mierda en que dejaron al mundo lo señores de la guerra. En 1936, aparece La muerte a crédito, que se ocupa de la infancia y la juventud del maldito, la preguerra,  los albores de la maldición, habla una primera persona más cuajada que en el Viaje, aunque carece del clima de devastación, la atmósfera de desastre del Viaje, que ocurre “al otro lado de la vida”. Del que Celine dijo, en el prólogo a una edición después de la segunda guerra, “de todos mis libros el único verdaderamente  dañino es el Viaje”.

El maldito fue representante en la entre guerra de la Liga de las Naciones para África y los Estados Unidos. Cuando los alemanes ocuparon Francia en la segunda guerra se adscribió como médico a una clínica en Vichy, la región sur de Francia, donde los colaboracionistas, entre los que había muchos antisemitas, cogobernaron con los alemanes. El espíritu maligno que promovió el caso Dreyfus no se había extinguido todavía, el colaboracionismo no era ajeno al contenido antisemita de la política de ocupación nazi en el gobierno de Vichy. El aire anti semita que se respiraba en Francia, y a quien Celine prestó su pluma ya desde 1933, para inflamar la indignidad - Bagatelas para una masacre y Escuela de los cadáveres -, hoy no se le perdona, a pesar de que después de su destierro en Dinamarca, Francia le concedió el derecho al regreso en los años cincuenta. Lo que lo hizo más maldito, más maldecido y más maldecible, a ojos de los franceses.

Las ocho obras posteriores a la Muerte, aún hasta su obra póstuma Rigodón, se quedaron sin fuerza, como si toda la que hubiera reunido la hubiera gastado en sus dos primeras novelas. Los puntos suspensivos, los ensayos narrativos flojos, la pereza de estilo, se apoderaron de su literatura.

El maldito, como Ezra Pound, cometió un pecado mortal, oponerse a los aliados. El primero condenado por anti semitismo y el segundo por anti norteamericanismo, el primero desterrado y el segundo llevado, como don Quijote, en una jaula, a los Estados Unidos. El sovietismo de Sartre, que siempre presupuso un stalinismo larvado a la francesa, se le perdonó, se olvidó. Tanto, que occidente le otorgó el Premio Nobel. Pero al maldito antisemita francés nunca se le perdonó. Hoy su natalicio ha sido excluido de la celebración cultural del 2011.  A Dios gracias, porque habría sido el maldito, el primero en renegar acerca de que el estado francés pretendiera convertir su aniversario de muerte en una exposición.

Pero no se fíen, el maldito no está tan muerto, como el Ministro Frederick Mitterrand de la Cultura, quisiera.    

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