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Alberto Rodríguez

¡El diablo ha muerto! ¡Viva el diablo!

¡El diablo ha muerto! ¡Viva el diablo!

Si el Vaticano hubiera podido hacer con José Saramago - lo que hizo el imanato iraní en 1989 con Salmand Rushdie -,  lo habría hecho con teológica saña. Gracias a hombres como Saramago, hoy el Vaticano, no tiene una santa inquisición. Ya quisiera Vallejo, que con su Puta de Babilonia, el Vaticano le tuviera la mitad del odio que desplegó contra el portugués maldito. En la agenda católica oficial, Don José, deberá estar haciendo cola en los profundos infiernos, para ir a dar cuenta de la requisición.  

A Claudio Toscani, filósofo-columnista de ocasión, le  fue encomendado por L´Osservatore Romano, una necrología  a la muerte del novelista. Una de cuyas gracias fue haber sacado de quicio a toda la clerigalla vaticana. Podrá estarse de acuerdo o no con Don José, pero semejante gracia no se la da cualquiera.

El primer ataque es elogioso. Se lo culpa de haber sido fiel al marxismo hasta el final. El hubiera estado de acuerdo, y lo habría celebrado. Lo acusan de haber sido un hombre “sin admisión metafísica”. Como si se tratara de un club. Algo muy poco probable, tratándose de un evangelista, que transcribe el evangelio según Jesucristo. Para bien o para mal.

Toscani apunta a un problema capital, el de la libertad del escritor para “hacer mundos”, como si fuera Dios. Se titula: La omnipotencia (presunta) del narrador. Revive el expediente Rushdie. Pero a un autor – persona –, un ficcionador, embustero, exagerador, no se lo puede juzgar más que por su obra, es su jurisdicción natural: la ficción, distinta a la vida. Cualquier otro juicio – moral o civil – distinto al juicio estético, asalta la suspensión moral de la literatura, un cosmos de ficción. Que es un truco en favor del autor, se ha dicho. Aceptemos, pero un truco sin el cual no sería posible la literatura. Un truco modernista que consagra la libertad de creación. Un truco por el cual se diferencia civilizatoriamente la persona, del personaje, así ambos pro vengan de la máscara.   

La novela de Saramago es la de "una estructura autoritaria totalmente sometida al autor, más que a la voz narradora". Los ataques no son despreciables. Creo que el Vaticano entendió la hondura del dedo metido en la herida, como en Irán entendieron la broma clavada en la fe. Pero no por in despreciables, retorcidos. Es un pleonasmo decir que la obra es una estructura totalmente sometida al autor. ¿De qué otra forma podría alguien escribir una novela? Pero a lo que va el argumento  es a subrayar un acto de suplantación, que indirectamente cuestiona la existencia del personaje. Porque si la voz del narrador o la de los personajes se suplanta por la del autor, ellos se quedan sin voz, y como tal sin existencia. Luego no estaríamos enfrentados a un cuerpo de novela, sino más bien una pseudo novela que encubre el panfleto. Un recurso retorcido que sirve para despojar a la obra de Saramago, de cualquier calidad estética.

Más adelante: "un intento imaginativo que no se molesta en encubrir con la fantasía la impronta ideológica de eterno marxista". ¿Y si era un marxista visceral, como haría para escribir despojándose de su condición? ¿O es que Claudio Toscani podría deshacerse de su catolicismo visceral para escribir columnas fletadas en el diario del Vaticano? Pero lo que más hondo les caló, fue el tono, que ellos quisieron interpretar como "un tono de inevitable apocalipsis con un presagio perturbador que pretende celebrar el fracaso de un Creador y su creación". Que es tanto como ensayar un segundo despojo, más gravoso, que consiste en decir que la novela de Saramago es un canto a la muerte, que niega la vida. Don José no habría podido celebrar jamás el fracaso de un Creador, era un redomado ateo.

Un Papa que en su juventud lució la enseña de las Hitlerjugend, no debería estar atizando  odios cervales, a través de columnistas de segunda, como José Obdulio, contra un viejo comunista, al que alguna vez un alto prelado católico le preguntó, cómo se podía ser comunista después de la Perestroika, a lo que  Saramago  respondió, que de la misma manera en que se podía seguir siendo católico después de la inquisición.

El columnista sugiere que Don José habría enloquecido a causa de “la banalización de lo sagrado” o que la banalización, por gracia de su materialismo libertario, desestabiliza la fe de los lectores. Si una novela logra semejante hazaña, es porque la fe ya está perdida, o la novela es muy buena. En tal caso, lo que el vaticano siente por Saramago es una pecaminosa envidia.

Dice Luis Sepúlveda que para Saramago, "ser comunista en el confuso siglo XXI" era sencillamente "una cuestión de ética frente a la historia", más que de ideología. Quizás por esa ética lacerante de la que no se despojaba par escribir novelas, hizo verter ríos de bilis al Vaticano, lo cual, aunque es una fuente de contaminación  ambiental, es un mérito del portugués maldito.

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