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Alberto Rodríguez

“Memorias de mi putas tristes” al juzgado

“Memorias de mi putas tristes” al juzgado

 ¿Qué sucederí¿Qué ocurriría si las novelas y películas donde ocurren asesinatos fueran acusadas de incitación al homicidio? Mucha más de la mitad de la literatura y la filmografía tendría que ser judicializada. O si no, prohibirse por ser un riesgo social, amenaza contra la salud pública, o incitación  al delito.

                          Las sociedades democráticas reconocen un régimen de libertades individuales, por el cual las personas están en el derecho  - por ejemplo -  a practicar el sexo oral, a inyectarse morfina, a suicidarse, a pertenecer a la religión de Maradona, a tatuarse, a hacer cine gore o a ejercer el vudú o el liberalismo. Del mismo modo debería reconocerse y respetarse el dominio de la libertad de ficción, donde se asiste siempre a un espectáculo suspendido de la moral.

                          Si la ficción literaria y audiovisual no puede sostenerse en situación de “suspensión moral”, socialmente convenida respecto a la aceptación  a la libertad creativa, el arte no sería posible, no tendría espacio, ni condiciones. Lo que sucede en el mundo islámico o acontecía en la antigua sociedad soviética. El único arte posible sería “el arte oficial”, que comienza ahí donde se ha aniquilado la libertad individual de creación. La discusión sobre la libertad de creación es mucho más profunda que el debate sobre la jurisdicción estética. Tiene que ver con la mirada y el significado práctico que una sociedad concede al arte y sus productos.   Si “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” terminase siendo llevado al juzgado por incitación criminal, ¿qué se salvaría de lo escrito, entre Homero y Herta Müller?

                            El reconocimiento del principio de la libertad de narrar conlleva aceptar la suspensión moral, según el cual y por convención civilizada, a la literatura no se la juzga como a la vida, de la misma manera que a la vida no se la juzga como al arte. Si así fuera, tendríamos otra vez a Trópico de Cáncer y a Lolita, encausadas en los Estados Unidos por inmorales. Y el ataque del II-S contra la sociedad norteamericana, juzgado como si no hubiera sido más que una superproducción de alto presupuesto nominada a quince óscares. 

                          Cuando creíamos que las “ligas de la decencia” habían terminado suplantadas por la crítica literaria y cinematográfica, cuando se creía que a Emma Bovary, y con ella  a Flaubert, no se los volvería a conducir a los juzgados, asistimos a un renacer de la superioridad moral investida de autoridad moral para juzgar a la ficción. Cualquier asociación puede con justificada arrogancia legal  emprenderla contra la literatura, como si se trataste de una tratante, una terrorista, una alcahueta o simple meretriz. 

                           Ahora le ha tocado el turno a nuestro gran viejo, el Gabo. Lydia Cacho lo acusó “de avalar ideológicamente una apología de la trata de niñas", mientras se iniciaba el rodaje – Televisa y Femsa - en Puebla, de las Memorias de mis putas tristes, su última novela, publicada hace cinco años. La Coalición regional contra el tráfico de mujeres y niñas en América Latina y el Caribe, también presentará denuncia penal ante la Procuraduría General de la República, contra el Gobernador de Puebla, Mario Marín, por apología a la prostitución infantil. Cacho es una reconocida activista en favor de las mujeres y contra las mafias de pederastia, reconocida con el Premio Mundial de Libertad de Expresión de la Unesco y el Premio Libertad de Expresión de la Casa de América en 2008.

                            Considera Cacho que una película, y por tanto una novela, que difunda “historias” que “representan un riesgo en un país donde la pedofilia y la trata de personas con fines de explotación sexual crecen con la tolerancia y la complicidad de autoridades”, debe ser denunciada y procesada por incitación, un delito tipificado en el Código Penal Federal, en su título 8, sobre los “delitos contra la moral pública y las buenas costumbres”. El artículo 201 bis estipula que “al que promueva, publicite, invite, facilite o gestione… relaciones sexuales con menores de 18 años se le impondrá una pena de 5 a 14 años de prisión y de 100 a 2 mil días de multa”. Concluye pues la acusante, conque la película, y por tanto la novela, “representan una glorificación a una actividad ilícita”.

                                 La historia es la del “Profesor Mustio collado”, un viejo periodista que al cumplir 91 años de edad se regala “una noche de amor loco con una adolescente virgen”. Para “conseguirla” recurre a la propietaria de un prostíbulo que le lleva una niña de 14, de la cual se enamora. Es una historia de amor, en la que se le rinde un homenaje literario  a La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata. "Ese argumento – dice Cacho - lo hemos escuchado de cientos de pedófilos que buscaban niñas vírgenes de entre 13 y 14 años para violarlas y que pagaron porque alguien las secuestrara, comprara y vendiera". Y le dice a Gabo: "Mientras más famoso eres adquieres mayor responsabilidad moral y ética por tus acciones, puesto que la fama te convierte en paradigma, en modelo a seguir".

                                  Así que el Gabo, que escribió su última novela cuando tenía 76 años, podría terminar empapelado en un juzgado de Puebla, respondiendo con su pellejo - por lo que un personaje, en una novela japonesa, hizo, y que a su vez inspiró a que otro, en Barranquilla, comprase a Delgadina, de la que terminó perdidamente enamorado - como si el hecho de escribir fuera tan impugnable como el tráfico de personas o la pederastia.

                             Un acto novelado, inspirado en la más pura soledad de un personaje llegado a la vejez, que ha de terminar por hacer posible el puro amor senil, pasó a convertirse, por efecto de una suplantación del juicio estético por el código penal mexicano, en un alegato, en el que la persona del escritor es enjuiciada por algo que no hizo. Si las convenciones culturales no son capaces de distinguir entre el mundo civil y moral de las personas, y el mundo ficticio y suspendido de los personajes, inevitablemente iremos de regreso a las ápocas del macartismo y el estalisnismo, y sus siniestros tribunales para juzgar el arte.  

                          Así que si nos vamos a poner legalistas en sentido estricto, ¿no será al Profesor Mustio collado al que habría que citar al juzgado para que responda?

 

 

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