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Alberto Rodríguez

La sucesión

La sucesión

 “El crimen en plena gloria consolida la autoridad” decía Cioran, alma bendita. Tras las elecciones en las que el anaranjado Santos aplastó al verde Mockus, los comentaristas políticos se han enfrascado en un debate que intenta dirimir si el gobierno de Santos será la continuidad del de Uribe, o será el gobierno de Santos. Las versiones van entre las que aseguran que el perdedor real de las elecciones fue Uribe, porque Santos es Santos, y hará un gobierno diferente, autónomo, que no estará sujeto a la tutela política de Monseñor. Hasta las de quienes dicen que Santos será la continuación necesaria del uribismo por otros medios. Una prolongación con la misma política de estado, con la misma teoría y modelo económico y con el aura común de la nefasta Seguridad Democrática.

Yo más amigo de las mediaciones, diría que el gobierno de Santos no puede deslindarse del lineamiento uribista, porque es su resultado histórico, su remasterización política, su  engendro. Una cantidad mayoritaria de los políticos que lo apoyaron, lo hicieron precisamente porque les aseguró la continuidad: hacer hasta lo legal para sostenerse, todo vale, negocios para el círculo, lucha abierta contra las cortes, corrupción transparentemente administrada, demolición de la constitución del 91, utilización discrecional de la policía política, extradiciones políticas y agro ingreso seguro.

Pero de otro lado, están quienes se atienen al talante de Santos y están convencidos que su único destino es traicionar a Monseñor. Porque su naturaleza lo obligará, porque necesita redimirse de los pecados de Monseñor, quitarse de encima las acusaciones heredadas, el peso de la ristra de fracasos en relaciones internacionales, agricultura, empleo e infraestructura. Seguramente va a necesitar que la sucesión no le imponga la enjundiosa responsabilidad de defender a la ristra de criminales imputados que lega el gobierno de Monseñor.

Santos será tan dependiente como independiente en la acción política para sostener la coalición en que basa su gobernabilidad, el pacto clientelista que él llama de “unidad nacional”. Si se deslinda, si cobra distancia, perderá el apoyo de los huérfanos del poder que buscan saciar su ayuno en un gobierno de unidad, y el de quienes están convencidos que las condiciones y las garantías, deben ser exactamente las mismas que tuvieron con Monseñor. Pero si no se deslinda, el peso de la herencia lo aplastará.

No quisiere estar en los zapatos de Santos. Su “tercera vía”, más pronto que tarde, le impondrá traicionar y ser traicionado. Lo cual no deja de ser un doble juego afiladamente peligroso para la subsistencia de su “unidad nacional”. Así  comienza uno a explicarse cómo un hombre sin ningún carisma, aliado de todos los gobiernos, mimado del poder y los medios, sin “credenciales morales para gobernar” (Zuleta Lleras), pudo haber concitado el apoyo clientelista que le permitió una cómoda mayoría del 85% en las cámaras y una votación sin precedentes, la mayor que cualquier candidato en el pasado haya tenido en Colombia.

Santos tendrá que jugar entre la doble agua, la de beneficiarse de su condición publicitada de ser el sucesor,  por lo que sus aliados lo acompañan, pero rehusando tener que pagar el alto costo histórico de los últimos ocho años de equivocaciones y desmanes de su antiguo jefe, el que será el ex presidente más incómodo que haya tenido el país.

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