La historia de Horacio
Leyéndolo tuve la sensación de que Tomás González es muy puro.
Elfriede Jelinek.Premio Nobel 2004
Es una novela de lavar y planchar, con el aire monótonamente igual de todos los días en la vida de un hombre, un Volkswagen y una vaca. Días largos y cortos en los que apenas cambia el orden en que ocurren las mismas cosas de todos los días. Avanza a ritmo de jubilado, a medida que se consumen pielrojas unos tras otros, entre el clima prolongado de un parto vacuno y los síntomas reconocibles del primer infarto.
Tomás Gonzáles es un escritor antioqueño que bordea los sesenta años y que vive recluido en una finca en la sabana. No le gusta hablar en público, irredimiblemente tímido, no concede entrevistas, es un monosilábico consumado en los poquísimos encuentros a que lo obligan a asistir, en su incorregible juventud fue filósofo de la Universidad Nacional, y en opinión de Antonio García y Julio Cesar Londoño, el mejor novelista colombiano vivo.
Los escritores paisas, comenzando por Carrasquilla, tienen la gracia de cristalizar la viveza de lo oral en la novela, esa gracia tan propia de la vida, por la que se reduce el habla en su más extrema informalidad, acalorada, nimia y boba, al orden de la escritura: Vallejo y Jorge Franco.
González es autor de un par de novelas, un par de libros de cuentos y un libro de poemas. Es un estilista de lo coloquial, un talentoso animador de atmósferas, al que la preocupa menos la historia que la voz, el centro de gravedad de su relato.
Horacio, el personaje, es un señor por allá en 1961, tiene un Volkswagen metido en un garaje, a su vez, relleno de antigüedades que compra por el extraño gusto de apropiación de los coleccionistas. Es dueño de una vaca, a la que concede más importancia que a su mujer, no obstante tener ella nombre de vaca: Margarita. Se mueve entre su propia familia, la de su mujer, sus diez hermanas y su hijo Jerónimo, un auténtico hijueputica que hace vergajadas durante toda la novela, y la familia de sus hermanos, Álvaro y Elías.
No es una novela de ideas, al estilo de las de Broch, ni de digresiones como Tristram Shandy, ni costumbrista como las de Caballero Calderón. Su virtud, seguramente la torna inclasificable. No es una gran novela, porque ya pasaron los tiempos de las grandes novelas, estamos en la época de las novelas eficientes, breves, compactas, agarradoras, rápidas. Aún así, tiene la virtud de haber logrado, entre centenares de novelas que aparecen – publicada por primera vez hace once años - la gracia galana de la fluidez, el elegante sentido de la transición, la escenificación precisa y diciente, y sobre todo, el carácter cierto de las voces que le dan el aire de fluida gravedad de las buenas novelas.
La Historia de Horacio es una de esas novelas de las que no se puede decir de qué trata, pero que logra el milagroso efecto temporal, de que el lector no advierta cuándo termina. Es una novela a la que no le sobra y deja con ganas. No precisamente de que pasen cosas distintas, sino a que pase más de lo mismo, es decir, a que no pase nada.
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