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Alberto Rodríguez

El opio del pueblo

El opio del pueblo   

Deportes Fox informó que un matrimonio de hinchas argentinos, de equipos contrarios de fútbol, terminó matándose después de un partido. Salvador y Honduras fueron a una guerra en el siglo pasado por un partido de fútbol. Los hinchas skin heads en España salen a cazar sudacas y africanos después de la contienda. Los holigans de Britania asolan los estadios, cuando ganan y cuando pierden. El día de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, lo único más importante, fue un partido en el Campín. Mientras magistrados y guerrilleros se quemaban en el Palacio, los hinchas con la mejor energía positiva apoyaban a sus equipos en el Estadio.

  No hay fanatismo bueno, pero hay unos más perversos que otros. Puedo entender el fanatismo por un dios, por una ideología, por una estirpe o una institución. Al cual más aborrecibles, pero al menos lo ejercen a nombre de todos, convencidos de estar salvando a la especie. Pero el fanatismo por el fútbol es un fanatismo portátil, no menos agresivo por no pretender salvar a nadie, un fanatismo de goles, sin más causa que 22 hombres detrás de un balón. Un fanatismo que desprecia el fútbol, que utiliza el fútbol como mampara para el ejercicio simbólico y físico de la violencia.   Un hincha es un obsesivo, una criatura de ideas fijas y por tanto tan atosigante como un paranoico. Un hincha no sabe ni le importa nada más que el próximo partido. La mitad de la semana habla del partido que pasó y la otra mitad del que se va a jugar. Un hincha es el idiota útil de los clubes, el recipiente bruto de la publicidad de los medios, el actor disciplinado de la estupidez colectiva, un abanderado sin causa. Para un hincha la invasión a Irak, el desastre ecológico, la parapólitica, la suerte de Ingrid, el TLC, son cosas de mucho menos importancia que la tabla de clasificación de la copa.   El fútbol, como el críquet, es una inocente contienda deportiva con una tradición respetable, unas reglas y un público. En aquel unos hombres de dos clubes corren noventa minutos, para mover a los apostadores, para ayudar al mercado de la publicidad, para que el periódico llegue más gordo, para vender derechos de televisión, para que no se apague el circo. El moderno coliseo donde se consagran las estrellas del gol, que pueden llegar a cobrar el equivalente al salario de 5000 maestros del tercer mundo. Es un deporte superior a todos en una solo cosa, el gol. El gol es la forma arquetípica del orgasmo de multitudes. Nada como un gol.

Lo único peor que un hincha es un hincha con micrófono. Esos profesionales de ver fútbol que con un micrófono entran en el mismo trance verborreico en que entra un pastor dominicano. Hinchas profesionales de los medios, argentinos, colombianos, gringos, japoneses, árabes, no importa qué etnia, qué continente, convirtieron el fútbol en una religión, en la que ellos son los pontífices.  

Los medios y los clubes son los promotores responsables de un negocio en el que más que fútbol, el negocio son las hinchas.  

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