El difícil arte de cazar mamuts con las manos amarradas
Todavía no sé si el nombre de Babel sea el mejor, aunque es un buen nombre para una película hecha de lenguas. Aquí se habla inglés - por supuesto -, japonés, marroquí y mexicano. Y cada lengua, a su vez, refiere una tragedia. Lo que más pesa de Babel como metáfora lingüística, no es la confusión de lenguas que sugiere, lo que más pesa es la confusión de las tragedias. Aunque en las tres historias – filmadas de distintas maneras – las tragedias ocurren en lugares remotamente distantes de la tierra, tienen la gracia de ser una sola, la de la especie humana. Para que el cine una vez más y tras haberlo hecho millones de veces, demuestre que la desgracia nos une. La condición humana también es esa exclusiva desgracia que no conocen los animales ni las plantas. Esa desgracia que el joven Director González cree ver en la conciencia de la fragilidad del ser humano, y por ende en la de los personajes. Uno de los temas principales de Babel dice González a Claudia Sandoval en una entrevista para El Tiempo (Enero 21, 2207), es la imposibilidad de comunicarnos.
“Y me parecía – agrega para explicar el asunto del nombre – que Babel en el mundo musulmán, judío, católico o cualquiera, era entendido como una metáfora de la imposibilidad de comunicarnos los unos a los otros”. “Mi intención era hacer una película de seres humanos” termina González.
González Inárruti ha entrado con Babel a las grandes ligas de la cinematografía mundial, en compañía de otros tres mexicanos: Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Carlos Reygadas. Jóvenes que después de haber aprendido a hacer cine, pueden salir de cacería. Dice González que “hacer cine es como salir a cazar un mamut”. Una historia es algo vivo que se encuentra en el mundo. De lo que se trata es de salir, capturarlo y presentarlo en una sala de cine. El guión es sólo una teoría de cómo vas a cazar el mamut.
Son conscientes de estar en lo alto del negocio, “estamos de moda” le dijo González a Louise Mereles de Selecciones (Noviembre 2006). Con Babel, que cierra la trilogía (perros/gramos/Babel), González se alzó con el premio en Cannes, compartido con Arriaga, el hombre detrás del director, el que le dice cómo cazar el mamut. Las historias las capturaron conjuntamente. Once historias para otros tantos cortometrajes sobre Ciudad de México, que entre los dos habían levantado, terminaron fundiéndolas en el guión de Amores Perros, nominada a un Oscar, ganadora de un Bafta y del Gran Premio de la Crítica de Cannes en el 2000.
La desgracia en Babel tiene un tono deliberadamente étnico que se enlaza con la necesidad de contar las historias desde el punto de vista de los nativos. Es un reto del punto de vista que el director se impone como problema creativo, y que consiste en contar, más que en la perspectiva del director – inevitable por cierto - en la perspectiva del personaje, que tiene la gracia de representar la perspectiva de mucha gente en el mundo. Se resume conscientemente diciendo, que el narrador cinematográfico - el director - le cede el protagonismo del punto de vista al personaje, como sucede en la literatura cuando el narrador declina, para que hable con su voz la primera persona. Narrar desde la perspectiva de los que sufren, más que en la perspectiva omnisciente del Director.
Gonzáles dijo que para hacer Babel debió “amarrarse las manos”. Amarrar las manos de su demonio estético, que como el de muchos directores, los empuja a imponer su perspectiva a la de quienes viven la historia. No es pues Babel ese cine que podríamos llamar de autor, si de ponerle un nombre se trata, Babel representa más un cine de personaje. Pero el recurso con el cual González afronta el reto, no está solamente en la construcción del personaje, que se hace en un proceso original que comienza antes incluso de escribir el guión. El reto también está en la búsqueda del personaje en el mundo, lo que en términos prácticos significa, buscar en distintos continentes a las personas que respondan a esa especie de casting étnico, por el cual la persona, no el actor como tal, apropia el personaje. Esa apropiación contribuye a darle al film el aire de realismo documental que impregna muchas escenas, como parte del esfuerzo por resolver el enigma de la relación persona/personaje.
La relación máscara/antimáscara, que desde el teatro griego se propuso como referente obligado al juego escénico, está eternamente mediada por la vida. A Pirandello, el dramaturgo italiano, seis personajes se le van en busca de autor, para hallar la pauta dramática de la acción. En la dramaturgia de Babel, los personajes deben salir del guión, para ir a buscar a las personas que los representen, en ese trance del difícil arte de “cazar mamuts con las manos amarradas”.
En Babel, el trabajo actoral es como un doble intento de conciliación entre lo natural y lo profesional, a la manera de cómo se intentó sin mayor éxito en Rosario Tijeras, y que el cine de Víctor Gaviria y de Mairelles (La ciudad de Dios y El jardinero fiel), ha explorado con cruda insistencia. En la lógica de adaptación de lo dramatúrgico a lo actoral, los actores profesionales tienen a su favor la experiencia propia del oficio, vestirse con los personajes, dotándolos con sus propios rasgos para darles vida, aunque entre actor y personaje medien insondables diferencias. Los actores naturales, por el contrario, carecen de la experiencia, pero hacen parte de la vida del personaje, se identifican con su contexto de vida, con la voz, representan la misma perspectiva del punto de vista de los personajes.
No recuerdo una película que haya llevado al más alto grado la parodia de esa relación actor/personaje, que la pequeña obra maestra de Woody Allen, La rosa púrpura del Cairo. Los personajes cesan su representación en un film que se pasa en una vieja sala de un pueblo, cuando el protagonista salta a través de la pantalla, e ingresa por el teatro a la vida, como una persona, capaz hasta de enamorarse. Para detener la insurrección del personaje que amenaza la ruina del negocio, la productora envía al pueblo al actor que hizo el papel, para que convenza al personaje de volver al film y permitir que termine, tal como se rodó. Pero el personaje prófugo ha cometido una herejía, invitó a una persona, a una mujer que va todos los días a matiné, a que entre con él al film, por la simple razón de que se ha enamorado de ella.
Una niñera mexicana, ilegal hace 16 años en los Estados Unidos, que trabaja para una familia blanca norteamericana, sale de México con los dos niños norteamericanos, sin carta de autorización de los padres y sin garantía legal de poder volver. Va por una noche al matrimonio de su hijo. Si la niñera se lee como una representación del mexicano, se podría decir que lo González muestra es la ingenuidad y el buen corazón.
La historia de la familia de pastores marroquíes es como si ocurriera quinientos años antes que la historia en Tokio. Un arma donada a su guía por un japonés, de cacería en Marruecos, se convierte en el hilo de la desgracia, a la manera de los relatos griegos o los cuentos de hadas. Un primitivo aire de sencilla ingenuidad, la del padre, que confía en que los niños usen el arma sólo para proteger el rebaño, como si lo que les hubiera dejado no fuera un juguete para ellos. La ingenuidad traicionada de los niños por la duda, que exige una comprobación. Pero otra vez salta la ingenuidad que no les permite reconocer que la bala dio en el blanco móvil.
La historia en el Japón está esbozada en una tenue línea de base, el japonés que de cacería en Maruecos regala su arma al guía. Y la de su hija, que representa la tragedia concentrada: sordomuda, huérfana de una suicida y sin afecto. Tal vez sólo un aspecto serviría para mostrar lo que probablemente mejor percibió González de la cultura japonesa: la decencia y el respeto. Ni el odontólogo ni el policía se aprovechan de la niña que busca con el anzuelo del sexo, que alguien se le acerque a causa de su soledad. ¿Es la ingenuidad la que hace que la niña obre indecentemente en una sociedad decente? ¿Es ingenuidad del policía creer la versión que le dio la niña sobre el suicidio de su madre? El buen corazón y la decencia tal vez sean los mejores paliativos contra la desgracia, aun en una sociedad altamente desarrollada.
La historia de la pareja norteamericana en Marruecos evoca en algún instante aquella otra pareja norteamericana años antes, de la que se nos cuenta en El cielo protector de Bertolucci. En Babel encontramos una pareja aburrida por diez o doce años de matrimonio, representada por actores profesionales de cartel, una blanca, aburrida, neurótica, preocupada por las amibas y el calor y un marido de buen corazón. Su buen corazón la salva de morir en un caserío en medio del desierto. Él da todas las muestras de amor que un marido puede dar, la auténtica preocupación, el afán agresivo, el dolor profundo, la humildad puesta al cuidado del cuerpo; la de ese hombre que intenta desesperadamente hacer algo para salvar a su mujer de la muerte. ¿Habría podido salvarla de no haber sido capaz de cambiarle los pantalones orinados con tanto amor?
Y para cerrar el ciclo del buen corazón, está el ayudante de bus que con auténtica humanidad se ocupa de la tragedia de los norteamericanos. Los aloja, les hace traer un veterinario, le pide a la abuela que los cuide, le das ropa y café. Y observa la foto de los niños perdido en el desierto mexicano. Cuando el helicóptero llega, una vez la embajada ha tenido el tiempo para convertir el incidente en impasse diplomático, el ayudante se niega a recibir los dólares que el norteamericano desprendidamente le entrega para compensarle su buen corazón. El buen corazón no se paga.
Una especial nota merece la policía en Babel. Los policías en Maruecos no tienen corazón. De la policía norteamericana de frontera no se sabe si tiene o no corazón. Y del policía japonés, se sabe que además de buen corazón arrastra un aura conmovedora de ingenuidad.
Para la tarea de buscar a los actores, los contextos, los climas, González se vio forzado a hacer una preproducción muy larga y costosa (dos años y medio desde que comenzó el proyecto con Arriaga). Desde los altoparlantes de los minaretes en las mezquitas convocó al casting. Debió aprender a trabajar con niños, a enseñarles a ser ante cámara lo que ellos ya son, en un trámite en el que no es claro si los personajes saltaron del guión al desierto o fue al revés. Como quiera que haya sido, esas familias marroquíes hicieron el milagro de dotar a los personajes de una humanidad capaz de meterse al alma del espectador.
Que Babel no haya recibido el Oscar es comprensible, lo esperábamos. Todavía no es el tiempo de que un latino, un mexicano, por internacional que se haya vuelto su cine, se lleve un Oscar. Y de otro lado, estaba haciendo cola para ser finalmente reconocido por la Academia y el mundo del cine, ese gigante viejo de Martin Scorcese, al que había que premiar por lo que es, por lo que ha hecho, por lo que fuera. Aunque fue por la nominación en particular de Los Infiltrados, su peor película, con la que le arrebató el Oscar a Babel.
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Vera Carvajal -