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Alberto Rodríguez

Yantar en Madrid

Yantar en Madrid

Joder, Madrid es un restaurante de mil años. En su cocina se junta el sabor seco y avinagrado de los árabes, el alambicado punto fino de los franceses, el de los patés de siervo, y el rústico sabor campesino de los quesos manchegos, los cocidos, las codornices y los callos.

 No conozco una ciudad distinta a París donde la gastronomía esté tan ligada al espíritu ciudadano. La mesa todavía es para compartir, a pesar de los smartphone.  Las mesas al aire libre en toda la ciudad, a pesar de un otoño frío que entra temprano, las de adentro con clima artificial, congregan a gentes que comen y hablan a la vez, en voz no tan  alta como los italianos, aunque pareciera que siempre estuvieran   en una polémica. Son apasionados al hablar y al comer, las dos cosas que le dan sabor real a la mesa madrileña. Desde un bocadillo vegetariano de dos euros en la calle de las putas ancianas, hasta una cena de degustación en una terraza, de 125 euros.

 Se podría permanecer un año en Madrid, yendo todos los días a un restaurante distinto. Se gastaría el mismo tiempo saboreando un vino en cada cena. Sus embutidos son de una gama inverosímil, los españoles lo embuten todo. Conservan el regusto de lo ahumado, de lo conservado, de lo especiado, como un sabor vivo de antes de la refrigeración, de las épocas precolombinas en Europa. Los arroces naufragan en distintas humedades y texturas, y hay en todos una fragancia de olivar y los que contienen bichos de mar y tierra, pulpos y liebre, los entrañan en un engrasado solidario.

 Los vinos, todos serían de consagrar en Madrid, me refiero a que todos los que se venden pasan por tan dignos, como para ser elegidos para un maridaje. Con una aplicación evaluadora de vinos, tuvimos información completa sobre cada uno, bodega, sepa, tipo, año, lo que pudiera satisfacer a un enólogo, o a un somelier, y una calificación promedio de quienes lo han probado.  Solo a los vinos cuya copa es más barata que una Fanta, no les haría falta consagrarse. Ya lo están.

 Al Botín –el sobrino del Botín- había que ir. Un restaurante que aparece en al menos treinta novelas, donde alguna vez fueron a hartarse de cochinillo y cordero asado, Benito Pérez Galdós, Jacinto Benavente, Graham Green, Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y George Orwel, en la calle de Cuchilleros 17. El más antiguo de Europa, abrió en 1725, setenta años antes de la revolución francesa. En el lugar funcionaba una hostería desde el siglo XVI. Nos llevaron al sótano, una u invertida forrada en ladrillo crudo y añejo, la disposición de las mesas es la de un taller medieval, el mismo aglomeramiento, el mismo aire pesado. En la mesa del señor Hemingway, en donde él yantaba. Y todavía debajo, la cava, donde reposan como en un osario las botellas de otros siglos cuyos vinos han perdió valor. Prueba para claustrofóbicos.

 Ir al baño por las escalerillas de velero hasta el último piso es una experiencia que usted no debe perderse si va al Botín. El primer tramo del ascenso, desde el subterráneo, termina en un sendero que se bifurca en una secuencia de muy angostos corredores que también se bifurcan, aunque solo uno lleva al mingitorio del Botín. Cuando salí alcancé a ver en el corredor el fantasma de Paul Bowles de sombrero ladeado, escurríendose como si estuviera de afán.

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