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Alberto Rodríguez

El hombre que nunca estuvo allí

El hombre que nunca estuvo allí

Es una película del 2001. Ambientada en 1949 en un poblado al norte de California. La mayor gracia del film, en blanco y negro, es que el espectador se siente viendo una película de 1949 en 1949, como si estuviera asistiendo al estreno en un teatro de barrio, cuatro años después de terminada la segunda guerra.

El tratamiento atmosférico, climático de época, es quizás la mayor gracia a que accede el film, la de situarnos en una época precisa en medio de una historia con elementos universales: cuernos, venganza, desamor, codicia, asesinato, estafa y suicidio. Elementos clásicos de una historia negra contada sin ningún aspaviento, sin pretensiones y con un aire de tranquilo suspenso que se tensiona en medio de la más tranquila, normal y limpia sordidez, la de la Norteamérica pueblerina.

El asistente del barbero, Ed Crane, es un hombre que prende un cigarrillo tras otro, adusto, hierático, frío, casado con una mujer de la que parece su sirviente. Un hombre humilde callado, respetuoso, sin humor, que simplemente sirve de asistente a su cuñado en la barbería. Sin embargo, detrás de esa apariencia, está el hombre capaz de urdir la venganza, de imaginar la revancha, de olfatear el negocio, de chantajear sin dolor. Una versión urbana y contemporánea de Jekyll y Hyde.

Y como una figura, que parecería no casar en la ensambladura dramática de la historia, Coen introduce una adolescente pianista de música clásica, capaz de conmover la sensibilidad de Ed. Una dulce niña que ocasiona el accidente automovilístico de Ed, en su intento de agradecerle el reconocimiento y la gestión ante un afamado maestro de piano, que descubre que detrás de la ejecución musical no hay ningún talento, con una felación, mientras viajan de regreso. Memorable la imagen de copa de una de las llantas del auto, que gira como un platillo volador a lo largo de la carretera, tras el accidente, y que vincula el texto general con el subtexto enigmático de los platillos voladores, tan en boga en el imaginario asustadizo de las buenas gentes de la nación.

La historia está cargada de un denso aroma negro, una atmósfera viciada, en la que los personajes no pueden ser más que sórdidos, ingenuos, fatales, aburridos, monótonos, indiscretos, casi banales. Sin que en ningún momento, por efecto del guión y la dirección, deba apelarse a los estereotipos con que fácilmente se rellenan las historias de época. Se trata de personajes anodinos, pueblerinos, sin vuelo, metidos en un drama que sobrecoge la aburrida tranquilidad cotidiana, en el que los sentimientos se revuelven, nos excitan y nos incitan, en medio de la tranquila normalidad de un villorrio en el que no solía pasar nada. 

 

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