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Alberto Rodríguez

¿Todos somos Javier Otálora?

¿Todos somos Javier Otálora?   Juan Moreno Blanco         Una vez en una estación de tren en una ciudad europea, en el mismo andén en donde acababa de bajarme, vi a lo lejos a un hombre luciendo una camiseta blanca sobre la que se leía en español “¿Qué es ser colombiano?; en algún momento nos cruzamos y me pude dar cuenta de que en su espalda tenía escrita la respuesta: “Un acto de fe”. Esta respuesta acuñada por Jorge Luís Borges en su cuento “Ulrika” sirvió para darle el título al documental sobre la identidad de los colombianos hecho en el 2000 (Unimedios/UN Televisión) y a la película de Jairo Serna, “Colombianos, un acto de fe” (2002). La afirmación, que parece estar emprendiendo una carrera que la llevará a convertirse en una manera ineludible de responder al interrogante sobre lo que es ser colombiano, no deja de tener un incómodo sentido enigmático.        Nos hemos acostumbrado a que los colombianos mismos digamos ser un “pueblo de cafres”, un “país ingobernable”, “… una sociedad asquienta que asquea” (y toda la larga lista que reproduce Gustavo Gómez Córdoba en su libro “Palabras prestadas”, 2004), pero ¿por qué decir que ser colombiano es “un acto de fe”? Nunca sabremos por qué Borges llevó a su personaje Javier Otálora a responderle eso a la nórdica de inquietante belleza que lo interroga. Lo cierto es que el escritor argentino dejó tras sus palabras una estela de colombianos que parecen reconocer en la fórmula algo que debería tener algún sentido. ¿Pero cuál? Si ser colombiano es tener fe en algo, creer en algo, habríamos de preguntarnos ¿en qué?        Si, con razón, Jacques Gilard afirma que somos un país donde la mentira se ha institucionalizado y Jesús Martín-Barbero que lo que le hace falta a nuestra identidad es un mito fundacional común, queda muy difícil pensar que, a pesar de eso, tengamos una referencia  compartida en la que todos, como Javier Otálora, creamos. No se ha escrito en nuestras tierras una obra como “El laberinto de la soledad”, que escribió para México Octavio Paz, en que con criterios sicológicos o antropológicos se hiciera un ensayo de historización de los rasgos que nos hacen “colombianos”. No creo que haya ninguna obra literaria colombiana que no se refiera estrictamente a una región y que sea capaz de englobar imaginariamente a todo el país. A lo sumo, tenemos para la memoria el pretexto de la violencia, esa sí común, como si nuestro único sino bien delineado fuera estar siempre en guerra.        En la película de Jairo Serna el personaje, futuro colombiano, que va a nacer, que no quiere nacer y que al final desea que su madre le dé la oportunidad de nacer en ese país al que se le teme, parece ser una metáfora en la que se confirma que tener fe es un acto que se realiza sin tener conciencia plena de aquello en lo que se cree. Tal vez esa metáfora también quiere decir que ser colombiano es simplemente creer en la vida, con o sin olor a guayaba. En el documental “Un acto de fe” no es menor el tono metafórico, para hablar de este pueblo “…de destino laberíntico” : “Delante de cada rostro que pasa por la cámara hay un periscopio común que se llama Colombia”.        Quizá habría que considerar el hecho de que el personaje de Borges que pronuncia la enigmática afirmación es un colombiano que se encuentra en el exterior y por tanto puede estar pasando por eso que los lusófonos llaman saudade y que el diccionario de la Real Academia equipara a la soledad, la nostalgia y la añoranza. El exiliado sería entonces aquel que tiene fe en el país donde no está y que extraña; el país que ninguno otro puede reemplazar y por eso es objeto de idealización.        Cada uno de nosotros sería Javier Otálora y su acto de fe pero solamente estando fuera del país. Quizá para encontrarnos, y al fin reconocernos en una fe, todos deberíamos irnos… ¡Y que el último que se vaya apague la luz! 

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