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Alberto Rodríguez

 Hace 25 años, desde antes del nueve de noviembre, que retumbó con estruendo en el mundo, estaba por casarme por cuarta y última vez, sin que desde luego lo supiera; y mi amigo Burkhart, de Frankfurt, había llegado de improviso con noticias frescas de Alemania, a alojarse conmigo en el apartamento que todavía era de soltero.

La misma noche que llegó nos reunimos con los amigos de él, que había vivido en Cali durante cinco años, y los míos, algunos de los cuales se conocían. Carlos Arango, un psicólogo comunitario de la Universidad del Valle, entre ellos, que había trabajado con Burkhart en el Cauca. Bebimos y fumamos marihuana, no invitamos mujeres y gastamos una buena parte de la noche en el balcón con veraneras, hablando de lo que estaba pasando en Alemania. Desde el 85 la Perestroika había abierto la caja de Pandora del sovietismo, de la que salieron todos los monstruos de la razón y de la fuerza, que terminaron por devorarlo hasta los huesos.

Las noticias que Burkhart rajo eran suficientes para vaticinar que algo duro estaba por pasar. Al inicio de la semana los húngaros abrieron la frontera con Austria, y los alemanes se precipitaron a través de la frontera, con la misma urgencia que si estuvieran escapando de un campo de concentración. El mismo día de que el muro cayó, en una reunión del Partido Comunista de Alemania Democrática, se había recibido un informe de uno de sus departamentos económicos, en el que se anunciaba oficialmente que Alemania estaba en quiebra. Había dejado de ser viable.

La noche que cayó, a través de emisoras de onda corta, estuvimos alerta de las noticias incompletas que llegaban desde Europa. La crispación del éxodo ambientó la caída, aquella madrugada en la que después que se abrieron las compuertas, los alemanes del este entraron a Berlín occidental, como si hubieran llegado de Neptuno.

No tuvimos más que emborracharnos.

Hoy, 25 años después, el mundo no sabe la lección. Tenemos muros de la infamia en Israel, en USA, en Corea, en India y otros tres o cuatro países. Nunca aprendimos que los esfuerzos por contener la infamia, no hacen más que aumentar la infamia.

Las puertas se abrieron, gracias a un oficial del este que antes de producir un baño de sangre oficial, siguiendo órdenes, prefirió abrir las compuertas y que la gente del este pasara la frontera que se había hecho para que no escaparan. Desde la sovietización de Alemania en el 49 hasta el 61, cuando se levantó el muro, en promedio habían estado escapando 200.000 estealemanes por año.

Lo que celebro es el fin de la era de los campos de concentración, el fin de un régimen contra los hombres, el fin de la ideologización del mal, el fin de la cortina de hierro que Khrushchev levantó, tomándose los países aledaños. Celebré y celebro que un muro ha caído, pero lamento una vez más, que a pesar de haber caído uno, se hayan levantado otros, que la solución a los problemas, cualquiera que sean, entre gringos y mexicanos, entre las dos Coreas, entre israelitas y palestinos, crean resolverse como se resuelven los problemas de los animales: poniéndoles una cerca para que unos estén a salvo de otros.    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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