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Alberto Rodríguez

Literatura y ausencia

Literatura y ausencia

 Juan Moreno Blanco  

De las historias que las literaturas nos narran, comprendemos y recordamos las de personajes que sirven de pivotes de acontecimientos y acciones de intriga. Gracias a que un personaje es así o hace esto o aquello, nuestra caprichosa memoria nos permite reconstruir una historia; yendo de un personaje a otro, podemos comentarla e incluso interpretarla.

Por la fuerza de lo obvio estamos convencidos de que una historia es una red que vincula entre sí a personajes de evidente presencia a los que nuestra imaginación les ha atribuido rasgos más o menos fijos y precisos. No obstante, hay tejidos literarios en que la historia desplegada, además de incluir a personajes de evidente presencia, vincula a personajes que se definen por la condición completamente contraria: su ausencia. Incluso se puede afirmar que hay una literatura que, intencionada o inintencionadamente, ha hecho que nuestra imaginación también le dé un rostro a aquellos personajes ausentes de los que no sabemos nada, o casi nada.

La vehemente evocación de la ausencia de la amada por parte del poeta, muy temprano se hizo tema primordial de la poesía. En el poema “A una mujer que pasa” de Charles Baudelaire, la mujer, fugaz como relámpago en la noche, es aparición e inevitable desaparición: “¡Un relámpago… y después la noche! Fugitiva belleza / cuya mirada me hizo de súbito renacer / ¿No te volveré a ver sino en la eternidad?”

En Paul Verlaine esa mujer que se hace ausencia viene de la inmaterial fugacidad de un sueño. En su poema “Mi sueño familiar”, la mujer está impregnada de la irrealidad –la ausencia- de lo onírico: “Tengo a menudo ese sueño extraño y penetrante / de una mujer desconocida, y que yo amo y que me ama / y que no es, cada vez, ni del todo la misma / ni del todo otra, y que me ama y me comprende”.

Más perenne y corporal es la ausencia de la mujer en el poema “Ausencia” de Jorge Luis Borges: “¿En qué hondanada esconderé mi alma / para que no vea tu ausencia / que como un sol terrible, sin ocaso, / brilla definitivamente y despiadada?”

Más allá de los poetas que escriben sobre la ausencia del ser amado que los agobia hay que mencionar otra ausencia que se ha salido del estricto marco de la intriga literaria para extenderse al plano de la relación entre el lector y el personaje. Esta pareja nace en la lectura, escapa a la subjetividad del autor de la historia y entra a participar en los afectos de las personas concretas, en virtud de la empatía: un personaje literario ha nacido y el lector se ha acostumbrado a él. Sin su presencia algo le faltaría; su ser contribuye a conformarle al lector el universo al que se ha habituado y, de alguna manera, su ausencia le dolería.

Muchas veces el escritor inflige al lector la ausencia de un personaje que se había ganado su credibilidad. Sherlock Holmes desaparece, dejando en una soledad incómoda a su amigo Watson, en medio de la intriga de “El perro de Baskervilles” y al lector con la impresión de que Connan Doyle le juega una mala pasada, Al final de la lectura de la novela comprende las argucias del novelista y consiente la pasajera ausencia del personaje que había llegado a extrañar.

Sin embargo, este artificio de la ausencia no siempre es un recurso voluntario del autor. En la literatura, muchos personajes han sido desaparecidos por mera inadvertencia de su creador, mientras que el lector permanece con la impresión de que le queda faltando alguien de quien no volvió a saber nada. Así, en virtud de las jerarquías que el autor concede a sus personajes, los que podrían ser llamados “personajes secundarios” son dejados a la vera de la novela y convertidos en ausencia, para tribulación de aquellas posibles parejas que, por empatía, se habían constituido entre ellos y los lectores.

Por ejemplo, en “La metamorfosis” de Kafka, la hermana de Gregorio Samsa se espanta al verlo convertido en insecto, entonces nos enteramos de todas las vicisitudes de la experiencia, pero el autor no nos deja saber nada de la experiencia de la hermana que ha encontrado a un miembro de su familia bajo un aspecto monstruoso. Nuestras preguntas sin respuestas son una ausencia que el narrador no está dispuesto a remediar; quizá Kafka desistió de darle más vida a este personaje porque hacerlo le hubiera significado hacer otra novela.

Encontramos otra ausencia (buscada o accidental) en “Cien años de soledad”: uno de los últimos miembros de la estirpe Buendía es un bebé llegado a Macondo en brazos de la religiosa de una institución del lejano altiplano en donde su madre (Renata) lo trajo al mundo. García Márquez nos ha privado de la presencia de esa madre lejana, de quien no volvemos a saber nada. En la novela, los personajes que están lejos de Macondo casi no existen; así, para el lector que se percató de la ausencia de Renata, la novela termina con cabo sin atar.

Quizá en la literatura las ausencias con nombre propio sean tan numerosas que con ellas se podría crear una nueva enciclopedia. Quizá con esos personajes se podría hacer una literatura paralela que le diera una segunda oportunidad de más vida a los protagonistas de la ausencia.   

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